Alfonso Ussía

Lo que queda del...

La Razón
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No todo son viajes y extravagancias en el ajetreado pasar por el poder de doña Manuela Carmena. De cuando en cuando llegan las compensaciones. Nadie está libre de ser seducido por la feria de las vanidades. Dispuesta está la vajilla de la Compañía de Indias, la cristalería de La Granja y los cubiertos de plata con la corona ducal grabada. Me hago cargo de la confesión del duque de Bedford en su «Libro de los Snobs»: «La gente me pregunta con frecuencia si me gusta ser duque. Sí, me gusta. Las ventajas de ser duque pueden ser completamente inmerecidas, pero son muchas y enormes. Yo disfruto de esas ventajas, y nadie va a verme jamás al frente de ningún movimiento revolucionario consagrado a abolir la nobleza». El duque de Bedford jamás habría invitado a cenar a doña Manuela Carmena.

En España son abundantes los nobles y los millonarios acongojados por el temor a perder su condición y su dinero. Recelan de los suyos, pero no de los que desean borrar sus títulos o quedarse con sus cuentas corrientes. Y en lugar de evitar la cercanía del peligro, abren las puertas de sus palacios a quienes no simulan su aversión hacia ellos. Por otra parte, está el esnobismo de los que quieren ser lo que aborrecen, de quienes –aunque sólo sea durante una noche–, superan su odio para formar parte del mobiliario de cinco siglos de Historia. Yo te doy, tú me das.

No se vulneró la normalidad del palacio madrileño como en «Remains of the Day», «Lo que queda del Día», la formidable película de James Ivory protagonizada por Anthony Hopkins –Stevens, el mayordomo–, Emma Thompson –el ama de llaves–, James Fox –Lord Darlington– y Christopher Reeve, el americano que termina comprando, con Lord Darlington en la ruina y el descrédito, el prodigioso castillo de «Darlington House», que no es otro que Powderham Castle, sito en Devon, Inglaterra. Lord Darlington recibía en su castillo a los más influyentes políticos de Europa y América para discutir el futuro del mundo con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Y entre ellos, a la representante alemana, hitleriana decidida, que termina fascinando al Lord con sus ideas nada camufladas. Darlington recibe, hospeda, agasaja y convierte al enemigo en una aliada circunstancial. Años más tarde, despreciado y en la ruina, rumia su terrible error. De «Darlington House» sólo queda lo mejor, el señor Stevens, el mayordomo, que a duras penas pasa de servir a un duque a depender de un millonario americano.

En el palacio madrileño no se conmovió la rutina. Los invitados no pernoctaban. Terminada la cena, cada uno se iría a sus casas a recordar palabras y obras de arte. El duque sentó a su derecha a quien odia a los duques, y la marquesa al marido de la que odia también a las marquesas. La doble y correspondida fascinación de la incoherencia, lo que Churchill calificó como el descanso del desafecto. Se habló mucho de magdalenas, para activar más aún el despropósito de la velada.

Soy amigo del duque desde mi infancia y me encantaría que me ofreciera su versión y los motivos de tan contraproducente cita. Requiero la información del duque porque al no conocer personalmente a la invitada de honor, mucho dudo de que pierda el tiempo justificándome su esnobismo podemita y comunista. De lo que estoy convencido, es que de tener a Stevens de mayordomo y guía, éste, enterado de la cena y de la invitada de honor, le hubiera preguntado. –¿Está seguro, señor duque,de que esta cena es oportuna y asumible?–.

Pero no estaba Stevens.