Cristina López Schlichting
Los amigos de Van Grieken
Cuando el moreno y guapo Tom Van Grieken se convirtió hace tres años –con apenas 28– en el líder del partido flamenco Vlaams Belang, recibió las felicitaciones de Marine Le Pen, del populista holandés Geert Wilders y del partido racista austriaco FPO. Las credenciales del chico brillaban: ultraderecha, racismo, antieuropeísmo, independencia. Sus votantes son los flamencos que consideran que siempre tienen que pagar para beneficio de la parte valona de Bélgica, «que vive a su costa». Detestan la inmigración y tan sólo participan del parlamento belga para desacreditarlo. Consideran la Unión Europea como un gasto inútil, de injustas transferencias «del norte al sur». Es, básicamente, el partido del egoísmo, afortunadamente de capa caída ahora. Pues bien, Van Grieken era el jueves el cabecilla visible de la compañía flamenca que acompañó la manifestación independentista catalana en Bruselas. Tan sólo cabe atribuir a una profunda ignorancia que multitudes catalanas voten a las personas que se dejan acompañar así.
Conviene preguntarse qué hacen ERC, el partido de Puigdemont y las CUP con este Vlaams Belang. Dime con quién andas y te diré quién eres. El independentismo catalán, que se preciaba de proeuropeo, ha dejado caer las caretas para convertirse al discurso contra las «élites europeas corruptas». Al final, nacionalistas de allí y aquí buscan lo mismo: su propio interés y el ensalzamiento de los rasgos locales. Es una forma narcisista y provinciana de vivir. Ante la crisis y el final de los estados del bienestar, los que ya no viven como sus padres ni prosperan como la Europa de antaño tienen dos opciones: populismos o nacionalismos. O se hacen de Podemos o de la estelada. Los populismos alimentan el odio a las clases dominantes, el nacionalismo propone el odio al diferente e «inferior».
El independentismo es un deseo del bienestar que uno cree que merece y que los demás le estorban. Por eso no se atiene a razones (la salida de las empresas, las advertencias de Europa), todo se rechaza con el leitmotiv: «Excusas para maltratarme y robarme». El combustible de este pseudopatriotismo es una constelación de sentimientos agitada por un incesante activismo. El nacionalista vive en una secta. Desde que se levanta hasta que se acuesta, sus gestos, relaciones y actividades son los del grupo. Tiene fiestas catalanistas, folklore identitario, colectas para la causa, peregrinaciones grupales. Ayuda a todo esto que el funcionariado –que dispone de media jornada y puesto fijo– es mayoritariamente independentista. Cientos de miles de personas pueden así dar tiempo a la causa, junto con los numerosos jubilados y ricos. El resultado es un asfixiante supremacismo, una homogeneidad que excluye otros acentos, distintos modos de vivir o de expresarse.
En la última manifestación constitucionalista me topé con un hombre de unos 70 años, juvenilmente vestido de mozo viejo, con cara y manos de obrero, que me explicaba: «Vivo aquí desde hace 40 años... bailo la sardana... hablo el catalán, pero ¿sabe? No nos quieren». Cuarenta años después seguía siendo un «inmigrante». Perdónenme, pero eso no hay quien lo aguante.
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