Ángela Vallvey
Los líos
Luis XI de Francia lo tenía claro: cuando le aconsejaron que tenía que educar un poco a su hijo –que sería el futuro Carlos VIII–, porque ya era mayorcito y no sabía leer, Luis alegó que todo lo que un rey necesita entender es que «quien no sabe disimular, no sabe reinar». Y cualquier aspirante al poder –de ayer y hoy– comprende dicha máxima.
A los votantes, hoy nos confunden los muchos cambios que se viven en los partidos políticos. Hay auténticos movimientos geológicos bajo los escaños. Verdaderos terremotos. Los asientos, y con ellos las posaderas de sus señorías, están pasando por tiempos volubles. Se hacen «fichajes», como en la empresa privada y en los grandes clubs de fútbol. Los diputados van y vienen. Es decir: se mueven los lugares que ocuparán en las listas que, con suerte, se traducirán en un escaño en las próximas elecciones. Quien ayer estuvo aquí, hoy está allí. Y mañana, quién sabe (aunque siempre ocupando un puesto entre los asientos de la tribuna del Congreso de los Diputados, como piezas magnéticas que se mueven en un tablero de juego, pero que no se salen de él a riesgo de acabar descartadas, fuera de sitio). No sé si es que hay pocos sillones, dormilonas y sitiales públicos (yo diría que son los mismos, ¿no?), o bien que han aumentado los candidatos a arrellanarse en ellos, pero la sensación que se transmite a la opinión pública desde los escaños oficiales es de nervios y apremio. De prisas por pillar algo. En el juego de las sillas de los poderes públicos, tras las elecciones, el que no se haya apropiado de un asiento es probable que ya no vuelva a tener oportunidad. Menudo susto.
Entre los espectadores/votantes, cunde una sensación de incredulidad. Se aproximan las elecciones, y la caza de votos obliga a los candidatos a sentarse en las mecedoras de la administración del Estado, a bajarse del coche oficial, de la tertulia televisiva, y disimular, pisar calle. Justo ahora, con lo sucias que están (las calles, digo)... Pero la cosa está dura, y toca remangarse buscando votos. Pobrecicos y pobrecicas.
Nota: Carlos VIII, en vez de usar la mollera en tareas como alfabetizarse, refinar su espíritu y aprender latín para gobernar bien y entender a su papá, era de los que gustan de rematar de cabeza: murió joven, mientras jugaba un partido de pelota, dándose un testarazo contra una puerta.
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