Ángela Vallvey
Negocio
El buen negocio en España, el negociete de verdad lucrativo y tal, el que saca la tripa de mal año para varias generaciones de una familia, es el que se hace con el Estado. Es tradición. Está sobradamente probado. Pieza consuetudinaria españolita y españolaza. Por ejemplo, María Cristina de Borbón, durante su regencia, vivió rodeada de un grupo de incansables buitres y aprovechados, especuladores y traficantes de influencias, adictos a acaparar, trafagadores de la cosa pública. Las fortunas que se hicieron en la época procedían del arte del trinque institucional en su mayoría. Es posible que ahora pensemos que las corrupciones del 3, 10 y 20% las ha inventado un constructor agiotista del cinturón sur de Madrid, pero lo cierto es que son más viejas que el plato hondo. Ya entonces proliferaban los políticos, financieros y generales que multiplicaban su fortuna negociando –de manera hábil, «mágica»–, con la Bolsa, las contratas del Estado, la Banca, minas, ferrocarriles, el café, el tabaco, la trata de esclavos o el juego en Cuba... El parné cundía, engrasaba las circunvalaciones del sistema, lo mantenía aplacado. Tan contentos estaban los mandamases que la Constitución de 1876, la niña bonita de Cánovas, aguantó casi medio siglo.
En nuestros tiempos, también la Constitución ha resistido durante décadas, mientras los buenos negocios florecían por doquier. Es verdad que el objeto de las operaciones especulativas ha variado un poco, pero se siguen haciendo provechosas transacciones con contratas estatales. La obra pública contenta a todo el mundo: el constructor se forra, el político que la concede se tapiza de billetes, y el paisano se alegra porque cree que el polideportivo, la carretera comarcal o la Casa del Jubilado de su pueblo son gratis, sin saber que todo lo tienen que pagar él y sus descendientes durante varias generaciones... La Banca es un clásico, no falla. El ferrocarril, lo mismo. Las minas, el café y el tabaco están de capa caída, pero ya veremos... Y la trata de esclavos vive un gran momento, a pesar de lo que se diga. O sea: que lo que de verdad promete es el negociete con el Estado. Pero, para hacerlo, siempre habrá que estar cerca de quienes mandan, conceden y privilegian. Porque si es usted un cualificado ciudadano recto y espera prosperar por mérito propio, sin ayuda de nadie, lo lleva clarinete. Más le vale dedicarse a la logomaquia. En China.
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