Cristina López Schlichting
Os quiero, catalanes
En estos días de dolor se me representan a todas horas los rostros queridos de mis amigos catalanes. El de Pilar, atrincherada este otoño en su casa del Valle de Cerdaña, que no baja a Barcelona en estos días –a sus setenta y tantos y a pesar del frío del Pirineo– porque se acuerda de la Guerra Civil. El de Ferran y Jordi, maestros, que ven cómo se politizan las aulas. La cabeza con bucles rubios de Meritxell y la mirada serena de María, que se lamentan de los silencios en el pueblo. Me acuerdo de Lluis, de Girona, independentista, que es partidario de lo que llama la revolución de «sonrisa y clavel», pero que no por discrepar de mí deja de quererme. Jordi, Gloria, Paco, Eva, Ana, Xavier, Toni, César, Luis, Marta, Berta, Ramón... Sant Hipolit, Hostalric, Bellver, Puigcerdá, Gerona, Barcelona... ¡Qué distinta la actualidad cuando los protagonistas son los amigos! Porque ni toda la Justicia del mundo, ni toda la Independencia –elija usted– valdría lo que la vida de uno de ellos.
En medio de este desastre nacional, nosotros seguimos juntos. Con ideas distintas, pero juntos. A estas alturas de la vida, experimentar algo así es tocar con la punta de los dedos el cielo. Esta amistad concreta atempera violencias, pacifica conversaciones, permite expresar dudas sin encastillarse en la soberbia. Percibimos nuestra pobreza a la hora de ofrecer una solución para Cataluña, sin embargo nos sorprendemos de reconocer que el otro, haga lo que haga y piense lo que piense, es un bien, porque me ayuda a ser yo mismo. Y sobre esto pivota cualquier posibilidad real de diálogo.
No estoy muy segura de que los 300 curas de Cataluña que apoyan el referéndum hayan resuelto gran cosa. No creo que la teología ayude a solucionar la política. Más bien me temo que estos pobres hombres –seguramente con buena intención– han contribuido a separar más a los distintos grupos o tendencias catalanes. Por el contrario, yo doy fe de que mis amigos cristianos están logrando que la gravísima circunstancia que atravesamos juntos se convierta en una oportunidad.
Los hombres amamos nuestras ideas, no las de los otros. Nos encanta quedarnos apegados a nuestra imagen, a lo que ya sabemos. Pero uno necesita de los demás. El aislamiento es pobreza mental, como dice Francisco: «La mejor forma de dialogar es hacer cosas juntos, construir juntos». La única guerra que se pierde siempre es la que se libra contra uno mismo. Verse liberado de la esclavitud del odio es maravilloso. Ojalá nos quede un resquicio de sensatez para reconocer algo tan simple como lo que ha aconsejado el sueco David Lagerkranz, escritor de la saga Millenium: «Nos necesitamos los unos a los otros. Es bueno que la gente sea capaz de convivir. La rivalidad puede ser divertida en el fútbol, entre el Madrid y el Barcelona. En la vida real creo que es mejor dejarla de lado».
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