José Luis Alvite
Pancho Puskas
Hubo en mi vida una fase revolucionaria de vocación marxista leninista que arraigó en mí durante poco tiempo en un periodo existencial oscuro, sobre todo mientras duraron los rigores de aquel invierno tan crudo. Después sobrevivo la primavera, subieron las temperaturas, cambié de ropa y me enamoré con tanto entusiasmo y desprendimiento que ni me importó que ella le correspondiese a otro chico. Entonces me di cuenta de que las ideologías podían en mí menos que los instintos y senté en mi cabeza las bases de mi idea posterior acerca de que ciertos pensamientos políticos guardaban relación con un estado de ánimo abatido y se esfumaban tan pronto brotaba una flor al otro lado de la ventana o se curaban los sabañones de mis manos. Mis padres jamás intentaron disuadirme de mis delirios soviéticos. Prefirieron dejar que pasase el tiempo. Sabían que mi sovietización sería un sentimiento estacional, con inevitables recaídas invernales que desaparecieron tan pronto mi madre tomó la sabia decisión ideológica de poner calefacción en casa. Se me pasaron juntos la pulsión soviética y los mocos. El comunismo siempre me ha parecido en mi caso una tentación tan absurda e irrealizable como la de pescar con mosca o aprender a tocar la guitarra. Me di cuenta de que sólo sería comunista en el supuesto de que bajasen mucho las temperaturas y por algún motivo faltase la calefacción en casa. Fue inútil que algunos viejos camaradas me predicasen las bondades del marxismo. He pensado mucho sobre aquel polar delirio revolucionario y creo que un invierno fue suficiente experiencia. No querría reencontrarme con aquellas emociones, sobre todo porque fue la etapa de mi vida en la que creí haberme enamorado de una chica cejijunta, radical y combativa que, con el rostro contraído por aquella extraña mezcla de doctrina y orquitis, se parecía horrores al cromo de Pancho Puskas.
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