Lenguaje
Posverdad y derechos fundamentales
Últimamente, la palabra «posverdad» aparece con frecuencia en los medios de comunicación y en artículos de opinión de todo el mundo hasta el punto de que el Diccionario de Oxford la ha recogido como la palabra del año.
El lenguaje es la base de la comunicación entre las personas y el significado de las palabras es la clave para comprender lo que queremos transmitir. Por esa razón, el uso interesado del lenguaje, lo que se conoce como «semántica creativa», es un instrumento esencial para manipular el mensaje en favor de una u otra dirección. Su utilización en política se ha hecho recurrente en los últimos años –especialmente en manos de la izquierda– para presentar de manera encubierta iniciativas, medidas, políticas u objetivos que, de otra manera, contarían con el rechazo inmediato de la mayoría de los ciudadanos.
Un ejemplo lo tenemos en el uso de la palabra «comprensividad» por los autodenominados progresistas para definir un modelo educativo detrás del cual se busca imponer la pedagogía y a los pedagogos por encima del conocimiento, el esfuerzo y el mérito, que ha llevado a la pérdida de calidad del profesorado y a los malos resultados de nuestros alumnos en términos de conocimientos y abandono escolar.
En el caso de la «posverdad», estamos ante el mismo fenómeno, pero con mayor gravedad en cuanto al significado que se le atribuye y al hecho de que necesite la implicación de los medios de comunicación. Se refiere a afirmaciones que se hacen con gran repercusión mediática para reafirmar convicciones, emociones, perjuicios, tópicos o ignorancias de la gente, que no importa que no sean verdad, pues lo relevante es que sean verosímiles en virtud del marco conceptual que han construido previamente, aunque lo que se diga sea mentira.
Este juego combinado de medios de comunicación y la apariencia de verosimilitud hace un cóctel letal que solo puede evitarse con la aplicación estricta por los medios de comunicación del derecho a una información veraz –lo que exige la contrastación y verificación de la misma antes de su publicación o difusión–, y con una rigurosa exigencia de responsabilidad por los tribunales para quienes se prestan a este juego sin verificar aquélla, sobre la base de un malentendido derecho a la información al que sitúan por encima de cualquier otro.
Desgraciadamente, no es esto lo que ocurre en nuestra sociedad. La ligereza con la que hoy muchos medios de comunicación presentan informaciones sobre personas o hechos sin contrastar dándolas por ciertas es habitual. La laxitud de los tribunales en la exigencia de responsabilidades ante esta manera de actuar, incluso demostrándose la falsedad de la información, no solo pone en cuestión la defensa de otros derechos fundamentales que deben proteger con igual o mayor intensidad, sino que ha dejado el campo abonado para que esta peligrosa «posverdad» se instale como manera habitual de actuar con total impunidad.
El caso de Rita Barberá –de consecuencias irrecuperables– que dio por cierta una responsabilidad penal y condenada antes de ser juzgada, o el de los padres de la pequeña Nadia abanderado por los medios de comunicación que hoy se lamentan de su apoyo informativo al montaje sin consecuencia alguna, son dos ejemplos del peligro que encierra esta situación. Los abusos diarios en internet, con identidades encubiertas o no, elevan el problema al grado superlativo.
Los poderes públicos, los tribunales de Justicia y los responsables políticos deben tomar cartas en el asunto de inmediato para corregir una situación que se ha ido de las manos, encanalla el día a día de nuestras sociedades y vulnera otros muchos derechos fundamentales que necesitan de protección.
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