Alfonso Merlos
Propaganda de saturación
La democracia es el peor de los sistemas políticos, con excepción de todos los demás. El celebérrimo aserto de Sir Winston Churchill adquiere plena dimensión a la luz de los resultados -no sólo los numéricos o aritméticos- que derivan del 25-N. Porque esos guarismos mueven a la mayoría absolutísima de ciudadanos que cree en la nación española y en un sistema común de derechos y libertades a la reflexión sobre el liderazgo, el discurso político y la estrategia para neutralizar la antidemocrática amenaza separatista.
Es así. Consumada la liturgia del sufragio, queda tristemente constatado que grupos numéricamente importantes de personas a las que se puede suponer formadas e informadas pueden ser facilísimamente atropelladas y aplastadas por una propaganda de saturación de ramalazos totalitarios. En pleno siglo XXI. En una sociedad avanzada. Los instintos más primitivos y menos ilustrados irrumpiendo en la postmodernidad y aterrizando en medio de una crisis devastadora; y lo que es peor, devolviendo a hombres que han conquistado el Estado de derecho a una condición vasallesca, como si renegasen del progreso, la prosperidad o valores nobles como la solidaridad y el entendimiento.
El horizonte que se abre para el encaje de Cataluña en España debe ser leído desde la decepción que supone asumir que hay una masa lanar, poco dada a la racionalidad, a la que poco importa darse por engañada, estafada y arruinada. Es lo que la radicalidad de la Esquerra impulsó en los infaustos años del tripartito. Es lo que ese Frankenstein en el que se ha transformado CiU ha propulsado en los últimos meses en pleno delirio. Y es la apuesta loca y el farol en el que los soberanistas van a estar, conscientes de que unos y otros -antiespañoles de derecha e izquierda- han cosechado al alimón interesantes frutos de su mendaz felonía.
En el momento en el que «los otros» van a ir a por todas, no podemos hacer menos quienes creemos en el imperio de la ley, los más elementales principios jurídicos, el marco compartido de la Constitución y este proyecto colectivo que impulsamos con histórica certeza y renovados bríos en 1978.
No es el momento de rasgarse las vestiduras, lamentar la leche derramada o hacerse cruces por los errores cometidos en el trato con los nacionalistas. Porque han sido episódicas y gravísimas las astracanadas y las equivocaciones, casi siempre en forma de concesiones innecesarias e inmerecidas. Una cosa es clara: de poco o nada ha valido la aplicación de los principios del apaciguamiento. Y los han aplicado todos los partidos, todos los gobiernos y en todas las legislaturas.
Daba en la diana el Partido Popular cuando subrayaba en el cierre de campaña la idea de que la convivencia estaba en juego. Hoy esa coexistencia, esa armonía y esa concordia entre catalanes está más lejos. Se ha perdido una batalla crucial o, por ser menos catastrofistas, se ha malversado una oportunidad de oro para avanzar.
Pero en la lucha por la libertad no hay sitio para la fatiga o la deserción. Y el precio que tendremos que abonar para su conquista en una hermosa región de España está fijado. Lo tendremos que pagar en forma de un discurso y una acción civil, política, legal y moral más decisiva que nunca. Sin complejos y sin tregua. Sin reservas. Sin rodeos.
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