Novela
Quemad los libros
¿Qué hacemos con las películas de Kevin Spacey que tanto admiramos? ¿Tiramos a la basura nuestros DVDs de «L.A. Confidential» y «American beauty»? ¿Dónde colocamos los descacharrantes monólogos de Louis C.K? ¿Las cintas que produjo Weinstein, demasiadas y demasiado influyentes para enumerarlas, las liquidamos tras descubrir que su productor es un monstruo? Algo así se preguntan en «The New York Times». No son los únicos. Internet hierve desde hace casi dos meses con los melancólicos análisis de quienes se sienten traicionados por sus ídolos, y poco menos que cómplices de sus presuntos crímenes si revisitan algunas de sus obras. A todos ellos conviene recordarles que en la historia del arte, y en la historia a secas, hay veces que los más talentosos no son los intachables. Escribir bien, o componer fabulosas sinfonías, o ser un as con el punzón, o la guitarra eléctrica, no implica que trates exquisitamente a tus semejantes. Y que si aplicamos la tinta roja sobre aquellos que no siguieron el camino recto tendremos que vaciar buena parte de nuestras bibliotecas. Recuerden, un suponer, que Shakespeare mojó su pluma con veneno antisemita para describir al usurero Shylock, judío para más señas, de «El mercader de Venecia». O que Platón escribió sobre los hombros de los esclavos. Sepan que Quevedo fue otro prenda. Igual que, en nuestro tiempo, Céline, también antisemita. Y luego están los que posiblemente delinquían. Como Hitchcock, que acosó a sus actrices y las torturó con arranques de sadismo. O Chuck Berry, que aparte de defraudar al fisco estadounidense grababa a las clientes de su restaurante con una cámara que ocultó en el baño. La lista es larga y fea. Encontrarán de todo: chulos, menoreros, psicópatas, maltratadores, racistas... Y aún así conviene distinguir los actos de la obra, y por supuesto las ideas. Ahí tienen a Mario Benedetti. Homófobo recalcitrante y defensor a ultranza del castrismo hasta las últimas volutas. Bienvenidos a la gloriosa y execrable condición humana. La misma que permite al uruguayo escribir poemas de una humanidad esponjosa, cálida y universal, incontestables en su luminosa sencillez y su fotográfica capacidad para atrapar las heroicidades y minucias de lo cotidiano, al tiempo que hace un lamentable papelón en el caso Heberto Padilla, cuando al poeta le colocan varias ametralladoras delante y le conminan a retractarse en público de los poemas contenidos en el excepcional «Fuera de juego», donde criticaba la deriva crecientemente despótica del régimen. Yo entiendo y defiendo que ya era hora de denunciar y poner coto a los usos sombríos de unos hombres violentos, miserables, canallas hasta la raíz, y también que antes de prender la hoguera conviene que la policía y los jueces hagan su trabajo. Pero metidos en la harina creativa, puestos a decidir si aplaudimos o no la decisión de HBO de suprimir los programas de Louis C.K., redoblo la apuesta por distinguir artista y obra. Tanto a la hora de la banal idealización como en el sucio momento de la caza de brujas y los sulfúricos brotes de iconoclastia que tanto entretienen.
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