Luis Suárez
Razones para la esperanza
No cabe duda de que estamos viviendo un tiempo de crisis o de depresión de ciclo largo, como nos gusta definirlo a los historiadores. Los medios de comunicación, de una manera incesante, nos hacen ver escándalos y desarreglos. Con ello sin duda nos invitan al pesimismo. Tienen derecho a hacerlo, pero nosotros no podemos, tampoco, olvidar que sólo son noticia para la Prensa aquellos acontecimientos que se salen de la norma. Un político corrupto llena días y días las páginas de los periódicos; pero los muchos centenares que cumplen con su deber permanecen en silencio pues ese cumplimiento no es noticia. Recuerdo lo que una vez, con tono de parábola, comentó un amigo judío: «Si un perro muerde a un hombre no es noticia pero ¿y si es el hombre el que muerde al perro?» Con esta línea corremos el riesgo de ignorar lo que, muchas veces en profundo silencio, se está logrando. Y cuando descubrimos ciertos rasgos y meditamos sobre ellos, percibimos las profundas razones para la esperanza. Fijémonos, ante todo, en Europa. Durante siglos, las guerras fueron en ella el modo preferente de relación entre las naciones; hasta tal punto que un muy conocido estratega alemán, cuyo nombre no voy a pronunciar, llegó a decir que la paz era tan sólo el intervalo entre dos guerras, algo así como el descanso en un partido de fútbol. Pues bien, desde las terribles experiencias vividas hasta 1945, en el viejo mundo, que enseñara a todos los demás a pensar e investigar, parece que las guerras han sido superadas y ya no forman parte de la «europeidad», aunque se sigan registrando en otros lugares. Es curioso que los cuatro hombres que más hicieron para alcanzar este objetivo –Churchill, Schumann, Adenauer y De Gasperi– perteneciesen a cuatro de las cinco naciones básicas. España estaba entonces fuera de la línea y, además, no había tomado parte ni en la del 14 ni en la del 39. Un gran servicio que no debe ser olvidado.
La guerra necesita además un justificante que se inserta en las cadenas del odio: ¡qué perverso es siempre el enemigo y cuán cargado estoy yo de razón! En consecuencia, la suspensión de los afanes bélicos ha venido acompañada, inevitablemente, de un apagón en los faros de la odiosidad. Poco a poco, pero sin pausa, vamos descubriendo lo que nos debemos unos a otros. A mí me gustaría que, por encima de los textos de historia de España, diéramos a nuestros jóvenes otros de historia de Europa.
Todos nos debemos muchas cosas a todos. Algunos de los más graves errores del tiempo pasado han sido ya superados. Es de importancia decisiva que no renunciemos al patrimonio que hemos recibido, pues es un poco semejante al capital que se recibe en herencia y con el que puede organizarse la vida. Para ello es indispensable que, cavando en lo profundo, desterremos esas reliquias de odio que aún cultivan los pequeños nacionalismos. Las terribles experiencias vividas en la primera mitad del siglo XX deberían ayudarnos decisivamente en esta tarea. Para ello los políticos deben aprender una importante lección: Europa no es un mercado, aunque necesite disponer de él; es un modo de vivir, un orden de valores; en definitiva, una cultura que es fuerza del espíritu. Ahora que las ideologías –tradicionalismo, positivismo, idealismo hegeliano y marxismo– han entrado en declive, y o como dijera acertadamente Gonzalo Fernández de la Mora, viven en el ocaso, es importante entresacar de ellas aquellos puntos a los que debemos prestar atención, pues de las raíces salieron las plantas y fueron los errores posteriores los que las destruyeron. Se ha cerrado el pontificado de Benedicto XVI, uno de los grandes pensadores europeos, pero sigue firmemente en pie la renovación de la Iglesia. No nos dejemos engañar por las malas noticias que saltan a la prensa; siempre ha habido malas conductas, pecados individuales a veces muy serios. Pero se han ido superando. La lista de papas que van desde 1800, Pío VII, hasta 2013, Benedicto, posee un nivel de calidad tan alto que ni siquiera en los primeros tiempos puede comparársele. Y en esta línea entra el Concilio Vaticano II, que ha puesto fin a los errores que se deslizaban en tiempos pasados por exceso de rigor. Dos dimensiones aparecen: el diálogo interreligioso, tratando de descubrir en los demás sus valores, y la llamada universal a la santidad que incluye la creación de un nuevo Humanismo. Aquí están las promesas que apuntan al futuro, una de las razones fundamentales de la esperanza. Superar los odios, reconocer especialmente que en ellos habita el mal y tratar de establecer, con la virtud de la caridad, una especie de fraternidad universal. Los pueblos deben entenderse y respetarse, ayudarse en la horas amargas y colaborar. Entre los mensajes que las religiones herederas de Abraham comparten, hay uno al que debemos aferrarnos con empeño: el orden moral no es solamente un precepto ni algo que los seres humanos establecen entre sí, responde a la naturaleza. Y eso lo dijo Maimonides, un judío que sufrió las consecuencias de la persecución desatada por los fundamentalistas almohades. De él podemos aprender, y mucho. Cuando se conculca el orden moral y se deja de amar al prójimo como a uno mismo y a la naturaleza como una base existencial, las consecuencias se pagan. No se trata de decir que haya una mano vengadora. El orden íntimo de la creación responde, de una manera inexorable, a quienes conculcan la vida, la libertad o los medios de asegurar la existencia mediante el trabajo. Esto hace ya muchos siglos que el cristianismo europeo trató de enseñar. Ahora cobra mayor importancia, más realidad.
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