Historia
Sesenta años
Para el historiador resulta sorprendente y significativa esa fotografía que han reproducido los periódicos en la que el Papa Francisco parece presidir una asamblea de aquellos veintisiete países que aun pretenden conservar la Unión Europea fuertemente amenazada. Es como si hubiéramos vuelto a los grandes Concilios del final de la Edad Media en que Europa aparecía como la suma de cinco naciones. Curiosamente los presidentes de cuatro de ellas fueron fotografiados en torno a una mesa de yantar en la que notoriamente se comprobaba un vacío, el de Inglaterra que ha optado por la salida rompiendo así el tratado de Roma. Exactamente lo contrario de lo que hiciera la Monarquía española al renunciar a un ventajoso tratado de asociación para asumir la plenitud de las responsabilidades que comporta precisamente la unidad. El Pontífice afirmó que esa unidad es un bien inestimable y quienes la rechazan se arrepentirán sin duda aunque acaso demasiado tarde.
Un detalle importante. Lo que el tratado de Roma había conseguido suprimir era nada menos que un prolongado y adusto sendero de más de setecientos años cuyas etapas estaban marcadas por guerras cada vez más crueles, capaces de extenderse como plaga al orbe entero. Ahora bien aunque las voces reclamatorias de una paz vinieran desde muchos y variados niveles no es posible olvidar que se convirtieron en unidad tan solo cuando Adenauer, Schumann y De Gasperi tomaron en sus manos el tema y ahondaron en su raíz profunda. Y esta se hallaba precisamente en su condición esencialmente católica. El catolicismo no es tan solo un modo y manera de rendir culto a Dios sino un modo de vivir que rompe los esquemas del odio para convertir en realidad algo que ya el Levítico nos enseñara: amar al prójimo no más ni menos que a uno mismo. Y para el europeo ese prójimo aparece de una manera clara en aquellos que desde el principio compartieran unas enseñanzas aunque muchas veces las conculcaran por causa del odio.
Así debía comportarse esa nueva Europa. Primero había que barrer las tremendas discordias que el odio trajera consigo. Pero esto era tanto como una especie de prólogo. Los Estados debían reducirse a una simbólica y fructífera administración que es el poder pero reconociendo por encima de todo esos valores creativos que el amor lleva consigo y que constituyen la autoridad es decir nos enseñan que es lo que debe hacerse. La libertad procede del cumplimiento del deber y no de la exigencia de derechos. Si todos cumpliesen sus deberes no haría falta la corrección. Una saga medieval nos lo recuerda: hubo una vez un rey de Dinamarca con tan grande autoridad que se podían colgar monedas de las ramas de los árboles sin que nadie las robase.
Sin embargo en esas primeras décadas de la nueva Europa las monedas eran precisamente las que reclamaban para sí el principal protagonismo. No se trata de que dejemos de reconocer la importancia de comenzar creando un mercado común. Al contrario ahí estaba precisamente la base y fundamento imprescindibles para levantar el edificio. Pero en muchos sectores politicos han llegado a producirse divergencias que asocian poder a los caracteres étnicos que muchas veces necesitan ser inventados con la pretensión de convertirse en naciones lo que nunca fueron. Y así se ha comenzado una especie de marcha hacia atrás que disuelve la conciencia de comunidad. Y esto es lo que en marzo de 2017, al conmemorar los sesenta años del tratado de Roma los políticos mejor preparados y más conscientes del peligro han coincidido en señalar. Y ahí entra el discurso del padre de la Iglesia: ni nacionalismos ni populismos. Su crecimiento significa un peligro muy grave: sustituir el amor al prójimo por el odio. Es muy significativo que el asesino del vehículo en Londres tuviera documentación que le acreditaba como ciudadano británico.
En 1963 la Iglesia dio la señal de partida. No se trataba de reparar simplemente el daño que en 1870 se causara al interrumpir el Concilio dando el as de la baraja a los nuevos nacionalismos materialistas que iban a ofrecer sacrificios millonarios en la europeidad. Nostra aetate marcaba un nuevo rumbo. Había que enmendar errores que el propio catolicismo cometiera lo mismo que los demás. La fe debe producir esa especie de descubrimiento íntimo que precisamente los reformadores hispanos como Juan y Teresa lograran ascendiendo por las laderas del Carmelo hasta penetrar en la morada interior. Ya lo había explicado Raimundo Lullio aunque muchos no lo entendieran. La religión tiene que conducir al amor de los demás sin distinción alguna. Y por primera vez paso a paso, cristianos, judíos y musulmanes han podido sentarse juntos para dirigir la mirada hacia Dios, esencia pura, aunque recurran a nombres distintos para designarle. Por mucho que pese a los extremistas del materialismo de nuestros días ahí están las razones supremas de la esperanza.
Setenta años. Una cifra todavía muy corta dadas las dimensiones del objetivo que se persigue. Pero es evidente que los logros son muy considerables. Las guerras en Europa se han interrumpido. Mucho más: los ejércitos están restaurando su orden moral ya que se consideran a sí mismos como instrumentos humanitarios a los que se recurre como a las medicinas dolorosas para defender a las víctimas del odio. Se reapuntan algunos de los rasgos que ya percibiera el espíritu de la caballería. Pero han surgido defectos y además muy peligrosos. Un número creciente de ciudadanos europeos se deja ganar por el odio y sitúa las primeras formas del mismo en la religión y en la sangre. Temen que el espíritu generoso restablecido por la Iglesia derrumbe su ideología basada en el stalinismo. Los populistas aspiran a destruirla y, con ella a los partidos que siguen defendiendo las normas de un orden moral. Si esto sucediese retornaríamos a lo que Lenin definió como «totalitarismo»: sometimiento total de la sociedad a un Partido dueño absoluto de las estructuras del Estado. El totalitarismo no fue inventado por Hitler que se limitó a emplear el modelo leninista en el servicio de la etnia absoluta del torrente ario.
* De la Real Academia de la Historia
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