Ángela Vallvey
Umbral
Se cumple el aniversario de la desaparición de Francisco Umbral. Maestro cuerdo del idioma, dando cuenta de la realidad como un Quijote que hubiese aprobado las oposiciones a notario y no se arredrara, a pesar de sentirse a ratos ensombrecido por la España de siempre, por ese dolor patrimonial y ancestral que deja como única herencia «estepaís» de curas y bachilleres sabiondos, de dueñas y sobrinas, de perezas, cuñados y conformidades, de desengaños y de rabias. O de ilusiones que no pasan la aduana de la edad.
A Umbral había que leerlo después de desayunar, porque en ayunas sus palabras se clavaban a mala uva en los redaños del intelecto o, lo que es peor, del corazón. Sus columnas diarias, sus trabajos y sus noches rebosaban sabor, conocimiento, mundología, aunque se paladeasen con la indigesta ironía de un café ardiendo servido por un camarero del Gijón que no tiene el día. Umbral se empeñaba en ocasiones en ofrecernos una alcachofa borriquera cruda en vez de un cafelito corto de leche en vaso de cristal de tubo. Era la cordura y la voltereta del sintagma. Escribía desde un Madrid que nunca ha existido, tal y como le reprochaban los críticos de provincias. Contaba la vida cumulativa a través de metáforas reventonas de versos canallas. Hablaba de obispos rojos, de folclóricas, de macroeconomía de los paraísos artificiales castizos y de cómo se veía lo de la democracia por San Blas, ostraspedrín. Umbral era un dandy misógino de carrera, un mito carnal de la España lírica y artística, una flor submarina del Callejón del Gato, un anarquista excéntrico alto en nicotina. Oficial del renglón con acabado fino, nos hacía a todos leer esas cosas que se le ocurrían como si tal. Era un mirón siempre atento al ruedo ibérico, un pegamoide que estaba en la pomada y se dormía con el periódico sobre las rodillas.
El maestro de todos, o sea. El lenguaje vestido de lamé que se niega a morir aunque el tiempo pase. Lo cual que luego nos pasamos la vida añorando su presencia. Preguntándonos qué diría hoy, cuando pasan tantas cosas. (Sus artículos siempre dejaban algo, como una amante despistada que se olvida las medias, o un galán capullo que abandona el gayumbo en el sofá). Pienso en qué tendría que explicarnos ahora. Cómo vería el espectáculo al que asistimos obligados. Cómo nos inspiraría con el sortilegio de sus elocuencias. Y así.
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