Luis Suárez

Una nueva política

La Razón
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Hemos vivido días de tensión a la espera del resultado de un referéndum que, como sucede prácticamente en todos los casos, fue ganado por el Gobierno que lo convoca y pone además los medios adecuados para que se celebre. Al simple ciudadano de a pie se le hizo creer que se trataba de algo muy radical, o decir no a la moneda común o decir sí. La victoria del no con amplia y significativa mayoría parecía significar que Grecia dejaba de utilizar el euro para tornar a la dracma. Pues parece que no es así; se trata siempre de conservar un arma para obligar a los demás socios a negociar. Para un anciano historiador español solo existe una palabra que pueda definir la nueva situación: desconcierto. Estamos llamando Europa a una simple suma de mercados que, para entenderse entre sí, han convertido las primitivas letras de cambio en unos documentos que proporcionan un número. Nada más. Inflación y depresión están al alcance de la mano. Y ahora uno de los socios dice simplemente: «ni puedo ni quiero pagar, de modo que a ver como vosotros, los prestamistas, os arregláis».

Viene la gran pregunta: ¿Qué es Europa? Varias veces hemos recordado en este periódico que la definición nació en el siglo VIII, cuando ya los musulmanes se afirmaban poderosamente en España, y también en Italia. Con este nombre singular antihelénico – Europa es la hija de Cadmos rey de Tiro, que fue raptada y llevada a Creta– Beda se refería a aquellas cinco etnias supervivientes del Imperio romano en que se había conseguido la unidad gracias a un cristianismo latino. Y los «europenses» consiguieron rechazar al islam, recobrar Italia y España y ensayar una especie de formula política, «Imperium», a cuya autoridad temporal se hallaban sometidos todos los príncipes, incluso reyes. Una ley imperial de valor común era llamada constitución; el nombre que más adelante se ha escogido para definir las leyes fundamentales a que todos se encuentran sometidos. Es lo que los Estados Unidos han tomado para sí superando algunas terribles dificultades pero asegurando de este modo la unidad. Un modelo.

Cuando en 1947 De Gasperi, Schumann y Adenauer, guiados por otros políticos y pensadores, propusieron un retorno a aquello que en siglos pasados funcionara, estaban pensando en establecer una nueva comunidad basada en los principios morales que ellos compartían en su calidad de católicos. Sólo la europeidad como forma de cultura podía impedir las consolidación del totalitarismo subsistente y que sería finalmente quebrantado por el Papa Juan Pablo II cuando se decidió a poner en marcha los principios del Concilio Vaticano II. Digámoslo de otro modo, para evitar que se nos descalifique con el catolicismo. Europa, suma de cinco naciones como se definiera a principios del siglo XV debía constituir por sí misma un superestado, o federación al modo americano, a fin de que pudieran después ponerse en marcha los esquemas económicos que enmendasen los errores cometidos. Pero, como ya sucediera con Richelieu en el siglo XVII, De Gaulle se negó. Francia era una nación y debía seguir siéndolo sin reconocer ninguna autoridad o poder político por encima. Y así se invirtieron los términos y se creó un Mercado Común, buscándose la introducción en él de países y productos aunque sin compartir en nada la europeidad.

La votación griega deja de ser interpretada como una decisión de separar al helenismo de las otras formas culturales y se convierte en un argumento para discutir qué vamos a hacer con esos papeles que nosotros mismos hemos impreso, aunque tienen el valor y función de las letras de cambio. Y los desconcertados europeos nos sentimos sumidos en el torrente de la duda. ¿Qué se puede hacer? Es curioso que los extremistas franceses de Le Pen se muestren al lado de Tsipras, que se autodefine como verdadero estalinista. El milagro que en 1947 se consiguiera, devolver a los europeos la reciprocidad en el afecto, está a punto de perderse. Y algo tenemos que hacer.

No se trata únicamente de salvar a Grecia de una deuda que allí o en otro lugar volverá a repetirse sino de salvar a Europa de un derrumbamiento a manos de quienes invocan la memoria del estalinismo. Echamos en falta la existencia de un movimiento europeísta que sea capaz de descubrir los valores que se sitúan detrás de este calificativo. Comprendo la dificultad que para muchos esto ofrece ya que tales valores –reconocimiento de la persona humana, derechos naturales expresados mediante la ley de Dios, defensa de la vida– proceden de un patrimonio judeo-cristiano que, curiosamente, en España alcanza sus principales dimensiones. Pero si Europa pretende recuperarse, es imprescindible dotarla de una Constitución que todos los sectores políticos deban obedecer y de una autoridad temporal que impida errores como el cometido el domingo 5 de julio. Si no se procede con talento, no debe extrañarnos que surjan errores y defectos que nos lleven a repetir ese siglo XX que los historiadores calificamos como el más cruel de la Historia. Europa tiene que ser unidad. Ya no cuenta con un idioma común y esto es algo difícil de reparar.

Pero volvamos al euro. Una vez tendieron a Jesucristo la trampa en que ahora también nos hallamos, si se debía pagar o no el tributo universal equivalente del IVA. Y él respondió mirando una moneda de oro: dad al César lo que es del César. Y aquí está el problema. ¿Quién es ahora el César cuyo nombre garantiza el valor señalado a la moneda? Europa tiene que construirse en todas sus dimensiones íntimas. Y por ello necesita de una autoridad superior que explique lo que es bueno y los demás lo cumplamos. Un desafío al que nuestros políticos no responden.