César Vidal
Una oportunidad de paz con el enemigo
En la noche del sábado al domingo, las cadenas de televisión de Estados Unidos interrumpieron su emisión para dar paso a un comunicado de Obama desde la Casa Blanca. En Suiza, Estados Unidos y otras cinco naciones habían llegado a un acuerdo para que Irán congelara de manera temporal su programa nuclear. Por primera vez en casi una década, Irán acepta detener su programa de desarrollo nuclear y, además, se compromete a cerrar en seis meses un acuerdo definitivo para su uso exclusivamente pacífico.
No sorprende que Obama subrayara que era un avance «significativo y tangible» o que la diplomacia había abierto «una nueva senda hacia un mundo que es más seguro». De entrada, Irán ha aceptado no enriquecer uranio más allá del 5 por ciento, lo que significa que mantiene su propósito –totalmente legítimo– de contar con energía nuclear, pero que no fabricará armamento atómico, lo que exige un grado de enriquecimiento mayor. Igualmente, Irán desmantelará la conexión entre las centrifugadoras. Además, el uranio almacenado con un grado de enriquecimiento del 20 por ciento –ya muy cerca del necesario para la fabricación de armas nucleares– será disuelto o convertido en óxido, lo que impide su uso militar. Irán se ha comprometido también a no instalar nuevas centrifugadoras asumiendo colocarse por debajo de las posibilidades que le permite legalmente el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP).
Finalmente, ha aceptado la visita diaria de observadores internacionales a la instalación de enriquecimiento de Natanz y a la planta subterránea de Fordo a fin de que comprueben los vídeos del trabajo realizado. A decir verdad, se trata de un sometimiento a las exigencias internacionales que raya el «diktat». A cambio, no recibe mucho. Las sanciones económicas se reducirán en una cifra situada entre los 6.000 y los 7.000 millones de dólares, de los que algo más de 4.000 vendrían de cuentas congeladas en el exterior, donde se ingresaban los pagos por el petróleo iraní. Dado el modesto monto, Obama podrá cumplir con esta parte del acuerdo mediante una orden ejecutiva sin debatirlo en el Congreso. La valoración sólo puede ser positiva en la medida en que Irán realiza unas concesiones situadas por encima de las exigencias del derecho internacional prácticamente a cambio de nada. Cuestión aparte es que no guste en ciertos ambientes. No pocas voces republicanas –bastante preocupadas por el espaldarazo que significa para la política exterior de un Obama en horas bajísimas– consideran que el acuerdo no debería haberse suscrito sin que Irán se comprometiera a desmantelar totalmente sus plantas nucleares. Se hacen así eco de las tesis del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, que irrumpió, de manera poco aceptable –en plena campaña electoral hace un año–, para exigir una actitud más enérgica de la Casa Blanca hacia Irán. A esos gestos de contrariedad se suman los de las monarquías feudales del Golfo. Sin embargo, no se puede soslayar que las sanciones parecen haber tenido eficacia sobre el régimen de los ayatolás y que, más allá de la visión que se tenga de su dictadura, el acuerdo abre la puerta a evitar una guerra en una zona del globo especialmente sensible y donde la política de Estados Unidos no se ha caracterizado por el éxito durante la última década, un hecho del que se resienten millones de norteamericanos. No es la solución final ni perfecta. Exigirá, sin duda, controles rigurosos. Pero, esta vez, parece que ha merecido la pena, como cantaba John Lennon, dar una oportunidad a la paz.
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