Julio Valdeón
Uno de los grandes
Ha muerto Tomás Hoyas. Lo supe ayer, mientras desayunaba, y el frío fue brutal y el cuchillo carnívoro. Tomás, el hombre que firmaba un Tirano Banderas con Zoom en cada pliegue del diario, cuentista secreto, periodista omnívoro, fue mi maestro, mi amigo, mi jefe en Opinión, mi mentor y mi mejor crítico cuando yo apenas frisaba los veinte y él ya ejercía de Bradomín eléctrico y columnista voraz en «El Mundo» de Castilla y León. Llegué allí con cara de grumete. Sin entender nada. Sucio de adjetivos. Apasionado y grandilocuente como cualquiera que todavía arrastre el virus de la adolescencia. No puedo afirmar, como Raúl del Pozo de Francisco Umbral, que me prestase un abrigo y un trabajo (lo de la novia, tan umbraliano, nunca lo creímos), pero sí que drenó (algunos de) mis vicios literarios. Mi melopea Ruano. Aquella tendencia a decir en seis palabras lo que puedes disparar con dos. Era barroco por Valle y por devoción a este oficio de tinieblas como quien profesa en una fe primitiva y loca. Distinguía bien el veneno y el pachuli. Las palabras que matan y las que enmarañan. Recuerdo destripar ensimismados los artículos de Raúl, de Martín Prieto y otro puñado de ases. Creyó en mí cuando nadie lo hacía. Lo demostró tarde tras tarde de masacrarme la tontería. Eran tiempos de acudir al periódico con la columna en un disquete y un folio, por si fallaba el primero. Entre bocado y bocado al cigarrillo, negro el suyo, rubio el mío, pasábamos el rollo a la maqueta y escupíamos sobre la actualidad. Algunas noches me quedaba allí, hipnotizado por el incendio de la redacción en su obra bruja. Al salir, con el periódico ya cocinado, bajabas al centro. A traficar confidencias, discutir de literatura, piropear a una guapa y leer los versos del futuro en la rodaja de limón de una ginebra helada. No puedo afirmar que fuera de los habituales de aquellas noches suyas, aunque alguna sí quemamos. Por imperativos relacionados con la edad lo mío era hacer el indio con los de mi generación. El contacto con Tomás quedaba generalmente reservado para las charlas en la redacción. No acabó en Madrid porque nada asusta que el talento. He conocido a gente valiosa, tampoco tanta, no crean, y a gente buena (aún menos). He dado con canallas brillantes y, sobre todo, con numerosos y enfáticos tontos que, a las telarañas mentales, añaden la desconfianza derivada de su falta de luces. Pero pocas veces, desde luego no en este trabajo, tropecé con alguien tan inteligente, honesto, culto, divertido, generoso, encantador, vibrante, vital, bohemio, enérgico, interesante y valiente como Tomás Hoyas. Que él se haya ido y el mundo siga repleto de miserables demuestra que Dios, a diferencia de lo que sostenía Albert Einstein, sí juega a los dados. Me queda el consuelo de haber compartido el whisky del oficio y la furiosa ruleta de las redacciones, la risa y las madrugadas con uno de los grandes. Que te sea la tierra leve, amigo querido, y gracias por tanto. Joder, Tomás, nos dejas huérfanos.
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