Cristina López Schlichting
Verano, volver a la realidad
Antes, el verano era un paréntesis de lo cotidiano, donde quedaban suspendidas las obligaciones y se abrían el pueblo o la playa para hacer cosas distintas. Las vacaciones eran un poco como Disneyland París, el mundo de la fantasía. Todos entendíamos que no era posible vivir siempre de veraneo y procurábamos que ciertos hábitos –la cervecita, la siesta, el tiempo transcurriendo lento, como si la clepsidra fuese un surtidor infinito– no se trasplantasen a la higiene habitual, no nos fuesen a echar del trabajo o de la familia, que eran lo verdadero. Ahora está pasando algo raro, de modo que lo real amenaza con resucitar sólo en verano y no para todos, tan sólo para los que se atreven a ese gesto heroico, casi suicida, de apagar los dispositivos electrónicos. Para el resto, las conversaciones con los hijos siguen siendo un «coitus interruptus», mediado por todos los wasaps del universo, entradas y salidas por Google, fogonazos de Facebook: «Espera, que me está contactando Maripuri, que está con sus padres en Laredo».
Los viajes en coche continúan trufados de ese esfuerzo acrobático de escribir a la vez en el smartphone o –inténtenlo– enviar un mensaje de sonido manteniendo el botón pulsado mientras se sostiene el aparato y se empuña el volante. Luego están las noches con luz, la que sale tenuemente de los dormitorios donde los usuarios siguen buceando por la red o chateando. Y ese frenesí de intentar enhebrar el argumento de la tele con los mensajes y las redes sociales, activas muchas veces sobre lo que en la tele sale. No sé, he pensado al apagar los aparatos –sólo los recupero diez minutos al atardecer– que a lo mejor el mundo real es éste, el del verano. Esa conversación con la vieja del pueblo, sobre cualquier cosa y sobre nada, atenta a los fascinantes movimientos de sus arrugas, sin apremios. Ese paseo sin «clink, tic, pop, fshhh» y toda la lista de silbidos producidos por la factoría de la comunicación. Esa sobremesa infinita o esa siesta que termina cuando a una le da la gana, no cuando estalla el despertador. Hay una sorprendente contundencia en la piedra que tengo frente a la puerta, el árbol, la colina, que no son fotos en «streaming». Hay algo especial en el diálogo cara a cara, sin el necesario laconismo del chateo. Hay hasta un brillo conmovedor en las notas sobre la encimera: «Estoy en el río», llenas de letras picudas o redondas, marcadas con lápiz o boli, absueltas del tipo estándar de los SMS.
Estamos viviendo una revolución de las comunicaciones, la sociedad se transforma a un ritmo vertiginoso y me pregunto si algo de nuestra humanidad no se estará quedando por el camino. Si el mundo real no será el del veraneo y no ese frenético devenir que llamamos vivir y en el que pareciéramos hámsteres entregados a correr dentro de una rueda cuyo único destino es rodar porque sí, para cansarnos.
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