Ángela Vallvey
Vive la France
El miedo es capaz de trastornar el juicio, advertía Montaigne. Como sentimiento colectivo, puede causar mucho daño a una sociedad. El miedo puede surgir como advertencia para transformarse en la mano ejecutora que nosotros mismos nos acabamos aferrando al propio cuello. En este mundo no deberíamos tener miedo de nada que no fuese el propio miedo, ya que nada hace tanto mal como él.
Jean de Poitiers, señor de Saint-Vallier y padre de la célebre Diana de Poitiers, fue acusado de traición; lo condenaron a ser decapitado. El buen hombre, al escuchar la sentencia, entró en pánico hasta el punto de que le brotó una fiebre que lo postró entre espasmos violentos. Tuvo suerte, porque lo indultaron unos momentos antes de que el verdugo dejara caer el hacha sobre su cuello. Sin embargo, salvar la vida en el último instante no le sirvió de nada: la enfermedad del terror ya se había apoderado de él; el miedo corría por sus venas en forma de veneno, de grave infección, y murió pocos días después del que tendría que haber sido el de su ejecución. O sea, que se murió él solito de angustia, de horror, de preocupación. Al igual que el de Poitiers, todos podemos llegar a morir de miedo por algo que consigue matarnos sólo con su amenaza. De eso se aprovechan las tácticas terroristas: en sociedades que presumen de libres y seguras, como las occidentales, las agresiones de sangrienta brutalidad producen neurosis colectivas que pueden llegar a degenerar en dolencias mortales. Y no habría nada más satisfactorio para quienes provocan esas heridas que ver cómo tales padecimientos consiguen emponzoñar a todo el cuerpo social.
¿Pero qué tenemos que hacer para asimilar y superar con entereza golpes como los atentados ocurridos en París estos días atrás, junto con los de Madrid, Londres, Nueva York...? ¿Qué hacer para evitar que la gangrena del miedo nos enferme mortalmente? Pues quizás, aunque con precaución, no abandonar nuestras costumbres de confianza e independencia, nuestros ritos de alegría ante la vida, o los de respeto y decencia ante el dolor y la muerte. No consentir que la iniciativa pertenezca al terror y su locura, sino a las tradiciones propias de la libertad. Hacer como el viejo de La Fontaine: no pensar en la muerte, construir y hasta plantar. Lo contrario sería otorgar impulso al miedo, enfermarnos de espanto y consentir que los malvados se salgan con la suya.
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