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La defensa ambientel no puede hacerse desde la improvisación

La Razón
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Nadie en su sano juicio podrá declararse contrario a cualquier esfuerzo que tienda a reducir la contaminación ambiental y a mejorar la calidad del aire que se respira en nuestras ciudades. De ahí que el uso demagógico de un problema que afecta y preocupa notablemente a los ciudadanos deba ser objeto del más firme rechazo social. Hacemos esta consideración ante el espectáculo de improvisación, ausencia de información pública y alarde de comunicaciones contradictorias que ha presidido la primera aplicación del protocolo de emergencia medioambiental por parte de los responsables del Ayuntamiento de Madrid. Pasará a la historia del surrealismo la situación vivida por los servicios de ambulancias, teniendo que gestionar uno por uno los permisos especiales de circulación y estacionamiento, así como las tribulaciones de los familiares de enfermos ingresados en hospitales, a los que se multaba por estacionar en las zonas reguladas próximas a los hospitales, los problemas de electricistas y fontaneros para acudir a las llamadas de urgencia de los vecinos del centro de la capital y las trabas que sufrieron millares de trabajadores autónomos a la hora de moverse por Madrid, obligados al juego del «ratón y el gato» con los vigilantes de los parquímetros y los policías municipales. Lo mejor de todo este embrollo, sin duda, ha sido la promesa de la alcaldesa, Manuela Carmena, de que se tendrá manga ancha con las multas impuestas –tarifa estándar de 90 euros– y que se analizará con cuidado cada caso particular. Es de esperar que cumpla la promesa, aunque con la experiencia de la automatización del sistema de sanciones, en el que el conductor siempre es culpable a priori, mucho nos tememos que sólo se hará efectiva aplicando un indulto general. Indulto que sería, incluso, de justicia, puesto que aunque rece el principio jurídico de que «el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento», no parece lógico que se avise de unas medidas restrictivas, como es la prohibición de estacionar en la «almendra» de Madrid a las once de la noche anterior, cuando la mayoría de los trabajadores comienzan su jornada antes de las siete de la mañana, prácticamente sin tiempo o sin información para adaptarse a las restricciones. De todo este aire de improvisación da perfecta cuenta que el Ayuntamiento tuviera que promulgar un decreto municipal el miércoles pasado para establecer el procedimiento sancionador y la cuantía de las multas, ya que no se había desarrollado normativamente la ordenanza de emergencia medioambiental aprobada por el Ejecutivo de Ana Botella. No debería, pues, extrañarle a la alcaldesa madrileña si entre muchos ciudadanos anida la sospecha de que detrás de las prisas y el entusiasmo con que el Ayuntamiento ha aplicado el protocolo anticontaminación subyace un prejuicio ideológico contra el automóvil privado, al que, por otra parte, Podemos quiere expulsar del centro de las ciudades. Por no entrar en la efectividad real de unas medidas que son, cuando menos, controvertidas entre los especialistas en medio ambiente. De hecho, el mayor avance en la limpieza del aire de las grandes ciudades –que ha supuesto una reducción del 30 por ciento de las emisiones nocivas en Madrid desde 2001– se debe a las directivas de la Unión Europea, que actúan de manera global contra los focos de contaminantes y no sólo con el objetivo puesto en los coches.