El desafío independentista
La ley está por encima de la calle
Conviene de entrada desenredar los entuertos semánticos a los que es tan aficionado el lenguaje del nacionalismo catalán. En primer lugar, el juicio que empieza hoy al ex presidente Artur Mas por desobediencia al Tribunal Constitucional al convocar un referéndum independentista ilegal no es un juicio a «todos los catalanes», ni tan siquiera a aquellos que les apoyan. La Justicia no ha abierto un proceso colectivo contra el independentismo, sino a unos responsables públicos cuya misión era cumplir y hacer cumplir la Ley y no lo hicieron, a sabiendas de que estaban incumpliendo este mandato para el que habían sido elegidos. Nadie impide que los catalanes voten, como es fácil demostrar, pues son convocados ininterrumpidamente a las urnas, como todos los españoles, para elegir los diputados a Cortes desde 1977 (trece veces), autonómicos desde 1980 (once ocasiones) y diez veces en las municipales. Lo que está fuera de la Ley, y así lo dejó claro el TC, es que no se puede convocar un referéndum para destruir la unidad territorial de España, como otros altos tribunales han dejado claro en Alemania o Italia. La supuesta «audacia» de Mas no era más que una burda mentira que dejó clara la misma noche del 9 de noviembre cuando se jactó con una arrogancia insoportable de que el responsable de aquella «consulta» era él, el presidente de la Generalitat, y no las asociaciones independentistas ANC y Òmnium, fieles estructuras de movilización, y que no tenía otro objetivo que preguntar sobre la independencia de Cataluña. Este comportamiento de Mas no debe extrañarnos: hasta la reciente investigación y posterior detención de algunos militantes de la vieja Convergència por el caso de las comisiones del 3% también ha sido interpretado como un ataque a toda Cataluña. Pero vayamos hasta el momento fundacional de este victimismo usado como herramienta política: Jordi Pujol fue reelegido presidente de la Generalitat el 30 de mayo de 1984 en plena querella por el asunto de Banca Catalana y, como no podía ser de otra manera, 50.000 personas le vitorearon en las puertas del Parlament y, más tarde, en Sant Jaume. La calle, como siempre, por encima de Ley. Por lo tanto, no es de extrañar que en la reacción de Mas ante el juicio en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) quiera esconder, de paso, su responsabilidad política en el caso 3%. Mas era un político dado por muerto, que ha llevado a su histórico partido a la ruina electoral y que acabará entregando el poder de la Generalitat a ERC, además de vivir la humillación –sobre todo la de la institución que representa– que supuso que diez diputados de los antisistema de la CUP exigieran su cabeza. Y se les dio. El juicio que empieza hoy es una oportunidad para relanzar su carrera, si antes no es inhabilitado, con la gasolina que suele emplear el nacionalismo: victimismo de alto octanaje. Lo que vamos a vivir hoy en Barcelona va más allá de lo admisible en una sociedad plenamente libre en la que todos los ciudadanos son iguales ante la Ley. De nuevo, la Generalitat se ha puesto al servicio de una movilización ofreciendo la posibilidad de que los funcionarios puedan cogerse el día libre para acudir a la manifestación, un método que, para definirlo sin recurrir a ningún eufemismo, definiremos como propio de los regímenes totalitarios. ¿Pretenden presionar sobre la decisión de los jueces? Se equivocan. El Estado de Derecho debe demostrar que funciona con plena libertad de ejercicio, por lo que es inadmisible que se manifiesten a las puertas de un tribunal con el objetivo de deslegitimarlo al grito de «nos juzgan a todos los catalanes». Mal van las cosas en el «proceso» si se ven obligados a operaciones tan manipuladoras.
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