Atentado en Londres
Más allá de la ineptitud británica, queda el sacrificio de un héroe
La angustia de la familia de Ignacio Echeverría acabó ayer de la peor manera posible. La falta de noticias sobre su paradero durante cuatro interminables días ya hacía presagiar un desenlace amargo que finalmente se confirmó. Las autoridades británicas fueron capaces al fin de identificar al ciudadano español de 39 años como una de las ocho víctimas mortales del atentado yihadista del pasado sábado en la zona del puente de Londres y el mercado de Borough de la capital de Reino Unido. Según los testigos, que relataron lo sucedido en aquellos minutos trágicos y desesperados antes de perderle la vista en el caos en que se convirtió la zona del atentado, perdió su vida cuando intentó salvar la de una persona indefensa que era atacada por los terroristas armados con cuchillos que habían atropellado a decenas de personas unos minutos antes. En este momento de dolor, pero también de exigencia y de evaluación de lo acontecido, conviene hacer dos reflexiones de signos muy diferentes y de orden moral dispar. La primera, por supuesto, el mensaje de pesar a una familia que ha sufrido el tormento de no saber el estado de su ser querido durante un tiempo injustificable, la ansiedad y el desconsuelo de toparse con un muro de silencio en un país extraño que agudizó su desconsuelo y su dolor. Con una entereza admirable, sus allegados, en concreto su hermana Isabel, sacó ayer fuerzas de flaqueza para poner a Ignacio Echeverría en el pedestal que se merecía por su ejemplar comportamiento –«Mi hermano Ignacio intentó parar a unos terroristas, y perdió su vida intentando salvar a otros»– y agradecer su colaboración y esfuerzo al Gobierno y la Policía españoles, nuestra embajada en Londres, la prensa, el pueblo español, entre otros, pero no a las autoridades británicas. Es obligado elogiar como merece el acto de heroísmo de Ignacio Echeverría que, con su coraje y su sacrificio, ha dejado para la posteridad un modelo de conducta a imitar con el que prevalecer en la lucha contra aquellos que pretenden erradicar nuestra civilización y sus valores: hacer frente al terrorismo unidos y de pie hasta su derrota absoluta. Su entrega, la más noble posible, que es dar la vida por la de otros, debe quedar conservado en la memoria colectiva del país. La segunda reflexión es de reproche contundente a la gestión de Reino Unido en esos cuatro días de opacidad y de una frialdad insólita con los allegados de las víctimas. El Gobierno de Londres se defendió ayer de las críticas a su labor tras los ataques con un argumento pobre que sólo retrata su negligencia: «La identificación era un proceso complejo y desafiante. Se toman todos los cuidados para garantizar que se hace lo más rápido posible y conforme a los más altos estándares, con la debida consideración a las familias». Desgraciadamente, sus buenas palabras no estuvieron sustentadas por los hechos. Lo cierto es que lo tenían todo –fotos, huellas, ADN– para haber dado respuestas en un tiempo prudencial y no sólo no lo hicieron, sino que tampoco supieron entender el sufrimiento de las familias ni estar cerca de ellas. Obviamente, no se trata de confundir responsabilidades, porque los únicos culpables de la tragedia fueron los terroristas, pero sí de exigir eficacia política y profesional cuándo y dónde cabe hacerlo. Esperamos y deseamos que aprendan de los errores siempre que tengan la humildad y la sensatez suficientes para asumirlos.
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