Podemos

Moción de Rajoy a Iglesias

La Razón
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Pablo Iglesias no conseguirá los votos suficientes para que su moción de censura a Mariano Rajoy salga adelante. Esto ya lo sabía, pero su objetivo era otro: se trataba de situarse en el centro de la escena política, atraer todos los focos hacia él –a lo que nunca hace ascos–, erigirse en la única oposición y en un candidato fiable para La Moncloa. Sin embargo, no sólo no ha sumado apoyos para su última y muy personal operación política, sino que ha perdido la oportunidad de presentarse ante el país como una alternativa política seria. Iglesias no será presidente de Gobierno, de momento. Y visto lo visto ayer en el Congreso, le espera una larga maduración y, sobre todo, una cura de humildad. Es la segunda vez en muy poco tiempo que Iglesias se postula para presidente de España –la primera investido de vicepresidente–, a pesar del poco entusiasmo que muestra su partido en su tarea legislativa y, por lo tanto, en el desconocimiento de las materias de gobierno que demostró ayer, aunque el recurso a «la verdad de los datos» sólo consistió en la lectura de estadísticas sin otra valoración política que ser el resultado de un España gobernada por un puñado de corruptos. Si en sus cálculos estaba dar la imagen de estadista, el líder de Podemos sólo alcanzó a representar la de un activista con dominio de la escena, la propaganda y la repetición sin límite de un mensaje básico y de consumo rápido: «Rajoy pasará a la historia como el presidente de la corrupción». Será difícil encontrar en el diario de sesiones tanta demagogia como la oída ayer en las Cortes en tan poco tiempo. Valga decir en este punto que Iglesias actuó como un maestro del filibusterismo, figura parlamentaria consistente en alargar la palabra para no decir nada, de ahí que su intervención se alargase más allá de lo soportable, aunque fuese dando clases de historia o de ética. Estos hechos nos deben llevar a reflexionar sobre la deriva política inaugurada por Podemos y algunas malas artes practicadas por Iglesias que nada bueno puede decir de un político, incluso en lo personal.

Por contra, Iglesias fue incapaz de presentar un programa de gobierno, ni siquiera esbozarlo o razonar las líneas maestras o la filosofía política que lo inspira. Nada. Puede que no fuera ésta su pretensión, pero la moción de censura es un procedimiento parlamentario en el que el candidato debe presentar un programa. Era su obligación y no hacerlo es caer en el espectáculo insustancial, que es, en buena medida, lo que sucedió ayer. No lo hizo, y si lo hizo y pasó desapercibido, sólo nos puede llevar a la conclusión de que Podemos no tiene programa, ni parece que le preocupe en su nueva versión de Vistalegre II. Tras una retahíla de insultos que se repitieron desde que Iglesias y la portavoz Irene Montero tomaron la palabra se evidenció un vacío político rellenado con viejas consignas políticas. De entre todos estos pasajes destacó especialmente uno para entender el sentido mercantilista y muy frívolo que Iglesias tiene de la política al reconocer que se reunió con Puigdemont para recabar su apoyo en la moción de censura a cambio de respaldar el referéndum unilateral, o un derecho a decidir con el que aseguró los dos votos de los batasunos, complacer a sus socios regionalistas o a los independentistas catalanes. Estos son los grupos que apoyan la moción de Iglesias: EH Bildu y ERC. En lo que se refiere al «problemas plurinacional español», según lo define el líder de Podemos, sus argumentos fueron realmente débiles y preocupantes. El mayor error de Iglesias fue la exageración, posiblemente una característica que es consustancial a su manera de entender la política, y como le recordó Rajoy, «la exageración y la mentira van unidas». De todas maneras, en el caso de Iglesias fondo y forma son inseparables: un mensaje tan sectario y alejado de la realidad sólo puede expresarse desde aspaviento y grandes dosis de teatro. El presidente del Gobierno le obligó a replicarle a él al dirigir su primera intervención a la portavoz Montero, un recurso parlamentario que dejó fuera de juego a Iglesias y a perder la iniciativa. Fue en estos intercambios donde quedó claro la ausencia de programa de Podemos, su necesidad de capitalizar los casos de corrupción y de someter al PP poco menos que a un juicio sumarísimo. Por contra, Rajoy supo templar la situación e introducir racionalidad en una sesión atrabiliaria, en la que el candidato a presidente gastó todas sus artes retóricas en el improperio y algo más. Iglesias acusó a Rajoy de ser el «presidente de la corrupción», una injuria que se correspondía con el tono de la jornada. El presidente del Gobierno defendió la labor de su equipo en los resultados económicos, que ha sido el primer objetivo de Rajoy, e hizo valer el principio democrático frente al recurrente y muy populista «sacar a esta gente de las instituciones», como se refería Iglesias, porque eso sólo puede hacerlo las urnas. Y las urnas no son favorables a Iglesias.