Unión Europea
Rajoy y la estabilidad europea
La XXVª cumbre hispanofrancesa celebrada ayer en la ciudad de Málaga no sólo escenificó las estrechas relaciones y la comunidad de intereses que existen entre las dos naciones más viejas de Europa, sino que dejó patente la percepción que existe fuera de nuestras fronteras de que España está llamada a desempeñar un papel fundamental en el relanzamiento del proyecto de la Unión Europea, tocado por el Brexit y por el surgimiento en su seno de partidos de corte populista y nacionalista que hacen del «euroescepticismo» bandera de enganche electoral. Así lo destacó el presidente de la República Francesa, François Hollande, al señalar que España, una vez superado lo peor de la crisis, está legitimada para ejercer esa función de liderazgo por el europeísmo de sus ciudadanos y la ausencia de movimientos eurófobos en su Parlamento. Sin duda, es un apreciable reconocimiento de la labor política y económica llevada a cabo en circunstancias difíciles por el Gobierno que presidía su anfitrión, Mariano Rajoy, y que el presidente galo tradujo inmediatemente en hechos al incluir a España en un futuro «núcleo duro» de la Unión Europea, junto con Alemania, Francia e Italia, que, en principio, son los cuatro socios que participarán en la próxima conferencia de Versalles del 6 de marzo, convocada por Hollande con el objetivo de consensuar una posición común en las negociaciones del Brexit con el Reino Unido, pero, también, como preparación de la cumbre de Roma, que se celebrará el siguiente 25 de marzo para conmemorar el 60 aniversario de la fundación de la Unión Europea y a la que asistirán los, todavía, 28 miembros del club de Bruselas. Si bien nadie pone en tela de juicio el papel que le corresponde desempeñar a España en el futuro de la UE, sí debemos cuestionar el «planteamiento de la Europa de las dos velocidades», que es lo que subyace detrás de los movimientos de François Hollande y que nos retrotraen a una polémica que parecía ya superada. En realidad, la idea de un grupo selecto de países europeos que conformen un núcleo de mayor integración, mientras que el resto acomoda sus agendas nacionales a los propios intereses, sólo contribuye a dar argumentos a los movimientos populistas que propugnan, como es el caso de Podemos en España, una adhesión a la carta de sus distintos miembros. Un reconocimiento, en suma, de que el proyecto europeo no significa lo mismo para todos los socios y que se pueden condicionar la libre circulación de las personas y la igualdad de derechos y deberes de todos los europeos, sin importar el país de la Unión donde decidan establecerse, mientras se mantienen las ventajas de un mercado abierto al comercio de bienes y servicios. Ésa es, precisamente, la pretensión expresada sin ambages por el Gobierno de Londres, que, de prosperar, supondría una carga de profundidad para el proyecto europeo. Por supuesto, la posición de Hollande –un presidente en retirada y que deja a su partido inmerso en una profunda crisis de identidad– no tiene por qué ser compartida por el resto de los cuatro «grandes» y, de hecho, no lo es. Si la Unión Europa quiere culminar su gran sueño, debe demostrar a quienes la critican que sigue siendo un proyecto viable, útil para sus ciudadanos y garante de la estabilidad y la paz continentales. En ello está el presidente del Gobierno español, que ha hecho gala del cumplimiento de los compromisos adquiridos con nuestros socios, aún en los momentos más duros de la crisis. Más unión es posible y necesaria, como demuestran los planes de las nuevas interconexiones eléctricas y gasísticas entre España y Francia que se anunciaron ayer en Málaga.
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