Joaquín Marco
Idealismo e inocencia
Siempre resulta significativa la desaparición o degeneración, aunque la podamos entender como transitoria, de términos considerados ineficaces, anacrónicos o impopulares. Tras la caída de los regímenes comunistas desaparecieron palabras usuales entonces como proletariado, obrero o fórmulas de larga tradición como lucha de clases. En los episodios que se suceden tras el 20-N podemos observar cómo las fuerzas políticas se esfuerzan en sus lides aritméticas, pero apenas si se alude a concepciones ideológicas que en tiempos pasados considerábamos inspiradas en principios. Tras el franquismo, con sus censuras y eufemismos, se marchitaron por su abuso términos como «ideales», de los que se hacía gala prácticamente desde el Romanticismo. El ideal sigue siendo un término ambiguo e incluso maniqueo y no era sólo privativo de políticos, pero llegó a definir un sistema filosófico y una forma de vida. Su relativa decadencia significativa (hoy El Idealista nos evoca una agencia inmobiliaria) ha evolucionado en paralelo con el incremento del laicismo en la mayor parte de los países occidentales. Un ejemplo evidente es la desaparición de aquellos partidos que antes se calificaban como demócrata-cristianos, cuyos restos se confunden con los «populares». Este fenómeno va más allá de lo que podríamos entender como parte de la pérdida de unos valores tradicionales y alcanza comportamientos morales. Cabe advertir que nuestras sociedades del siglo XXI poco tienen ya que ver con las del siglo anterior. Se ha ido transformando la concepción de la familia en un sentido amplio para pasar a nuclear o hasta singular. Se han multiplicado las formas de convivencia entre parejas, cuya estabilidad se ha reducido hasta la mitad y la educación de los hijos se ha convertido en problema. Los enseñantes andan a la busca de nuevos métodos con los que suplir deficiencias que derivan de estas situaciones, de la rápida evolución de las tecnologías y de la progresiva incorporación de la mujer al proceso productivo.
En alguna ocasión escuché al líder de Ciudadanos que la prioridad de su partido era la educación, pero sería durante el periodo electoral. Algunas otras formaciones mantenían también la tesis de un gran pacto en este ámbito que, pese a ser decisivo, ha desaparecido de los tiempos en los que privan sumas, restas y descartes y que continuarán pese a la designación de Pedro Sánchez. Lo que supone el uso, el disfrute y, en ocasiones, la perversión de Internet supera socialmente lo que en su tiempo fue el descubrimiento de la imprenta y aquella progresiva aunque lenta implantación que significó su difusión: la suma de lo que heredamos del mundo clásico y la propagación de lo cristiano. Se hablaba ya entonces de ideales y hasta de idealistas. Tal vez hoy los más radicales sean los terroristas islámicos, capaces de sacrificar su propia vida –y de paso cuantas más mejor, sean o no infieles–, pero el mundo occidental se manifiesta por intereses. Javier Cercas analizaba en un reciente artículo, provocativo y brillante, el fenómeno del independentismo en Cataluña y situaba como argumento decisivo la voluntad de disponer de una economía propia sin otras interferencias. El hecho de que nuestros niños, prácticamente desde la infancia, se sirvan de instrumentos de las nuevas tecnologías y sitúen al libro como un elemento más y tal vez el menos decisivo de su aprendizaje ha de hacernos reflexionar sobre otras formas culturales que vienen a transformar también nuevas mentalidades. La cultura ya no puede ser como fue. Interviene no ya el cine, cuyo papel fue decisivo en nuestra infancia, o la cultura de la imagen, sino la televisión, los teléfonos, las tablets, cualquier fórmula electrónica que contribuye a la conformación de otra estética y conocimientos.
La cultura buscó la universalidad como determinadas ideas políticas alejadas del nacionalismo y difundió determinados y diversos ideales. Han sido muy pocos los intelectuales, los antiguos «clercs», que se han decantado por algún ideal que no proceda de determinado partido político en las últimas elecciones. Porque los ideales no pueden reducirse a transformar la sociedad o a darle la vuelta como un calcetín, como algunos pretenden. Nada es sencillo en un mundo tan complejo e interrelacionado. Es muy posible que ante el panorama nada improbable de nuevas elecciones generales cada votante mantenga su propuesta partidista, pero ello no presupone que sus decisiones se basen en convicciones profundas. Las esperanzas e ilusiones que anuncia una y otra vez Albert Rivera van desvaneciéndose a medida que transcurre el tiempo y se observan movimientos tacticistas para lograr más poder o influencia. Es difícil entender que Pablo Iglesias se autositúe como vicepresidente de gobierno para vigilar a un socio como el PSOE de quien desconfía, porque ello ha de gravitar también sobre el inconsciente del electorado. El dirigente de Podemos ha pasado en lo que canta un gallo de situarse de la izquierda más populista (IU quedaba a su derecha) a definirse como socialdemócrata. También puede perderse el idealismo político y, sin duda, cualquier atisbo de inocencia al respecto. Los ideales, fruto de una determinada cultura, no cruzan por nuestro actual horizonte. Están a ras de suelo, entre la corrupción y las ansias de poder, entre el conformismo y el escepticismo, en el silencio de los corderos. Sobrevuelan intereses y postureos.
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