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La mediocridad

La Razón
La RazónLa Razón

Miras cualquier oficio y la apariencia de insignificancia está en todos los lugares. No sé qué ocurre, pero se observan personas que estudian más que antes, o que incluso saben más que los de antes, pero que no lucen como los de antes. Éste es el destino común que espera a los ciudadanos normales, si es que llegan a tener valía profesional (y suerte). La sensación, en política, como español, tampoco cambia mucho: los temas que son noticia son temas aburridos (o bien separatismos, o bien un anticlericalismo desfasado, o bien derechos de minorías que –aunque respetables por supuesto– tampoco es como para ilusionarse con sus mensajes...). Quizás sea un mal de la época, o quizás es que hoy día ser un ciudadano más pierde interés y provoca bostezo.

Por su parte, la fama o popularidad ha caído tan baja que ya es hasta preferible ser anónimo. Aquella, siempre fue caprichosa, pero hoy, además, tiene mal gusto. Desde el punto de vista, nuevamente, del ciudadano común (es decir, el no político, o el no futbolista, o el no cantante-pop) la única salida para conseguir ser conocido es tener un buen conflicto, si es posible penal.

Solo hay noticia si es así, porque no llegará a ser noticia el resto, por no interesar a nadie (If it bleeds, it leads).

Todo esto es un simple reflejo de los principios rectores actuales del diseño social, la soberanía popular por ejemplo. Tras un par de siglos evolucionando poco a poco esta idea... ¡Hoy se ven al fin los logros de la soberanía popular! El caso es que, cuando mandaban la iglesia y el rey y los aristócratas (o cuando tal soberanía estaba solo en evolución o transición pugnando con aquello otro del pasado que se extinguía) el mundo conseguía logros mejores, culturales, que al final es lo único que importa.

Ahora bien, lo fatal es observar que, pese a ello, la soberanía popular engendra, a peso, más bueno que malo. Lo bueno es el mayor progreso o bienestar colectivo. Lo malo, pues, sus logros culturales. Se supera el analfabetismo, cierto, y hay museos subvencionados por doquier, pero no existe un Beethoven. Yo, en efecto, lo que lamento de mi época, es haber vivido sin que haya, ni pueda haber, un Beethoven. Estas ideas las he desarrollado en mi ensayo (en el fondo, un nuevo desahogo, algo satírico en realidad, titulado «La imposibilidad de la cultura» con la Editorial Manuscritos 2016). Por supuesto, que será, como todo hoy, insignificante.

Lo más trágico o doloroso es, por tanto, descubrir que lo actual (la soberanía popular, etc.) es lo mejor que puede pasar. Porque no hay alternativa mejor.

No hay alternativa al cientifismo, la razón y el Estado de Derecho, y demás bases de nuestro diseño social. Nuestro diseño social se basa en todo esto. Y lo peor de todo es observar que tampoco esto es ni siquiera verdad al final, porque, a poco que profundicemos en todo ello, descubres limitaciones de bulto en estos nuevos dogmas (¿dogmas en el mundo del relativismo imperante?). «Descubres» la irracionalidad inevitable, porque al final (pese a lo que se nos dice) no todo es razón y aquella otra es imposible de evitar. Y se descubre entonces un profundo desasosiego ante este puro espejismo. Hay algo, en efecto, que ocupa una parte de las decisiones que, en el fondo, es puro azar, o providencia, o mito, o arte, o qué sé yo... Es decir, que al final ni siquiera son ciertas ni las bases mismas de tal diseño social que tenemos (sobre esto véase «Juicio a un abogado incrédulo», Editorial Civitas Madrid 2016).

En conclusión, la inseguridad ocupa un margen, demasiado margen, en un mundo que se presenta como seguro. Y la falta de reconocimiento, y el profundo bostezo, es el destino de la valía, eso, cuando la hay.