José Jiménez Lozano
La novedad de Navidad
Resulta extremadamente curioso y un motivo de reflexión el hecho de lo que ha significado la Navidad en Europa, recordando, pongamos por caso, unas ciertas calma y paz aun en medio de la guerra, o pongamos por caso la profunda impresión de Karl Löwith del trato como prisionero recibido de los italianos que procuran que estos prisioneros estén a cubierto de la intemperie, devuelven tras el reglamentario registro los cigarrillos y el encendedor, y un oficial encolerizado advierte a un conductor que debía tomar las curvas «más cristianamente». Y recordemos también cómo Nadejda Mandelstam y Sandor Márai descubren en los soldados o funcionarios soviéticos aquellos que de niños guardaban el recuerdo de haber ido a Belén.
Pero, si esto ha sido suficiente para, pese a todos los pesares, sostener una civilidad y humanidad durante siglos, ahora es como si tuviéramos que renegarlo de repente para una festiva celebración de protohistoria o religión arcaica en torno al solsticio de invierno, y con ello tratar de hacer desaparecer todo rastro cultural de la memoria cristiana en nombre de un invento cristiano precisamente, y que es único en la historia humana, y consiste en que el funcionamiento de una sociedad debe ser laico. Es decir, algo en nombre de lo cual se ha producido un grande y perverso equívoco que ha sido una tan gran causa de polémicas, luchas y violencias, a favor o en contra suya.
En realidad, cada cual es muy libre de vivir estos días y celebrarlos como lo desee, y en nombre de lo que desee, pero las cosas deben llamarse por su nombre, y no es caso ahora de circunstanciar la historia que ha conducido desde el principio del cristianismo y luego desde la idea alto-medieval del «homo civilis» y todas las luchas entre el imperio y el papado, por y contra la laicidad. Pero, seguramente debe evocarse un perfecto ajuste de la realidad de lo laico.
Una reciente decisión del Consejo de Estado francés establece que se cumple con la más absoluta legalidad republicana, si se exponen en edificios públicos escenas de Navidad o se venden christmas, porque prohibir todo esto en nombre de un secularismo sería imponer que entonces éste funciona como una religión de Estado, tal y como se ha podido comprobar trágicamente durante la más que trágica existencia de los dos grandes totalitarismos, y su práctica del secularismo o laicismo que impusieron y no dejaron ningún ámbito de lo humano sin alcanzar e impregnar.
Y, a este respecto, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos explica minuciosamente que, partiendo del principio rector acerca de la indebida mezcla de religión y política esto es lo que resultaría de la teoría y la práctica secularistas. Porque el hecho es que «la distinción entre religión y política es la base de la civilización ‘‘Cristiana y Europea’’, y ésta es una feliz excepción en la historia del género humano. Al rechazar la ‘‘Civilización Cristiana’’, resultará inevitable mezclar la política por un lado, y por el otro, una ideología que se alza como religión: el secularismo funcionando como una religión, que se mezcla con la política y, en último término, causa la mezcla de realidades, que se denuncia».
Es decir, lo laico no es el laicismo o secularismo, que es la idea y práctica de una religión secular, o mezcla conceptual misma entre política y religión precisamente. Esta confusión de laicidad con laicismo ha dado lugar durante demasiado tiempo a siniestras y sangrientas luchas de nuestros siglos, XIX y XX, especialmente, que nunca deben volver siquiera a ser evocadas, y menos en los días navideños. Y no en atención a ningún meloso buenismo, sino en memoria viva de la novedad central que aportó el cristianismo al mundo. Es decir, la idea del absoluto respeto de la persona que, según Ernst Bloch, «es altivez y voluntad de no dejarse tratar como ganado». Y la exigencia de que haya una neta distinción, en toda sociedad, entre religión y política.
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