Joaquín Marco

Tiempo de espera

La Razón
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Parece que nuestros socios de la Unión Europea se muestran sorprendidos y preocupados ante el bloqueo político español. Posiblemente hayan olvidado los viejos filmes de Luis Buñuel y hasta las surrealistas circunstancias de su existencia y filmografía. Este tiempo de espera sin muchas esperanzas, entre elecciones y elecciones, palabrería y especulaciones, sólo se vive con serenidad en las sedes parlamentarias, donde siguen llegando sin retraso las nóminas de los profesionales electos de la política. Cualquier intento de solucionar el singobierno general se entiende condenado al fracaso, porque ahora ha llegado otro tiempo: los líderes nacionales van a estar pendientes de las elecciones gallegas y vascas, confiados en superar en lo que sea a sus rivales. El feudo gallego del PP se ve asediado por la suma de las fuerzas de izquierda y nacionalistas, mientras que en Euskadi la era postetarra se torna más sutil y al PNV se le hace difícil mantener su anterior dominio. Estas dos comunidades históricas, opinan algunos, podrían decantar la difícil investidura. Resta al margen la dinámica de la política catalana que parece preocupar menos a las dos grandes formaciones con opción de gobierno, aunque su inactividad, sumada ahora a las acciones judiciales que se anuncian y van a sucederse, no parece sino un signo más de impotencia y falta de imaginación. Tres eran tres las comunidades que se proclamaban y entendían por históricas. Cataluña, más poblada que rica, ha seguido un camino que diverge del elegido por los mayores partidos nacionales. Sus formaciones autóctonas han ido cada vez más lejos. Lo hicieron ya en los convulsos años treinta del pasado siglo y el franquismo resultó en algunos aspectos más duro que en el resto, pero su burguesía se fortaleció. Y aunque nos pongamos de perfil, el problema territorial fulmina cualquier alianza.

Algunos dirigentes, a derecha e izquierda, parecen haber olvidado la historia, incluso la más reciente. Susana Díaz se ha transformado, en el ámbito del PSOE, en la guardiana de las esencias jacobinas, aquellas de las que ya alardeaba con muchos matices el propio Antonio Machado, aunque sus últimos días transcurrieron en Barcelona y cayó fulminado tras pasar la frontera, en la Cataluña francesa. La crisis institucional que estamos soportando con paciencia franciscana viene de muy lejos. Los separatistas o independentistas catalanes descubren sus orígenes en aquel Decreto de Nueva Planta, firmado el 29 de junio de 1707 por Felipe V, en el que se machacaban las instituciones catalanas, en el seno del reino de Aragón. Pero la intención de uniformizar España se advertía ya en los anteriores proyectos del Conde-Duque de Olivares. Portugal había permanecido en el seno de la Corona española desde 1580 hasta 1668, pero la sublevación de Barcelona a favor del austríaco archiduque Carlos se produce en 1705. La complejidad de estos hechos históricos, en los que jugará un papel importante el modelo centralizador francés, retorna ahora desde el radicalismo de las sucesivas y masivas conmemoraciones pacíficas cada 11 de septiembre y en esta ocasión cabe añadir la cuestión de confianza de Puigdemont. Cataluña entendió Portugal como ejemplo y España hasta épocas recientes era simbolizada por Castilla y no por el Madrid capitalino. Los pueblos llevan a sus espaldas pesadas mochilas que configuran mentalidades capaces de conducirles a grandes éxitos o a tragedias incalculables, como le sucedió a la Alemania del pasado siglo en dos sangrientas conflagraciones. Allí, una excluyente extrema derecha asoma de nuevo la oreja y vuelve a las andadas. Nada tan cierto como que el hombre es el animal capaz de tropezar una y otra vez con la misma piedra, aunque otras especies tampoco estén exentas de hacerlo.

Tal vez en el futuro este casi año de gobierno en funciones sirva para extraer consecuencias o lecciones que la Historia, sin embargo, poco aprovecha. Convendría solucionar cuanto antes, con imaginación y generosidad, sin exageraciones retóricas, los conflictos territoriales. No puede esperarse una solución rápida, fácil e indolora, aunque el fardo ha ido aliviándose con los años o siglos y, desde la Transición, etapa que conviene reivindicar sin excesos, puesto que tuvo que ser resultado de un suicidio indoloro de aquella forma totalitaria de gobierno de la que logramos zafarnos con ayudas exteriores. Felipe González dijo hace ya un año que España se había convertido por sus complejidades partidistas en una Italia sin italianos. Todo parece indicar que habrá que aprender de ellos. Supieron salir del fascismo y la guerra con artimañas y políticas que aprendieron ya en el siglo XVI. El modelo del príncipe de Maquiavelo fue Fernando el Católico, sobre el que escribió su tesis Vicens Vives y que bien merecería una reconsideración. Modernizaron a tiempo su economía y forman parte ahora del núcleo duro de la Unión, mientras España contempla el espectáculo desde la barrera. Podemos aprender más de Italia que del jacobinismo francés. No sé si les superamos en corrupción sin mafias explícitas, aunque a un paso de ellas, pero sí en turismo de playa y en alguna otra cosa, como diría Mariano Rajoy. Este tiempo de espera, que estamos pagando con nuestros impuestos, no debería resultar inútil, ni siquiera para algunos intelectuales silenciosos que, como el país entero, entre tedio y desconfianza, esperan sin esperanza, asombrados de que la macroeconomía no muestre señales de fatiga. Un sano entretenimiento es seguir las curiosas oscilaciones de la antes pavorosa prima de riesgo, convertida de momento en amable consentidora.