Barcelona
Con olor a Raval
Cosas de la Navidad. Esperaban un rey con espada y ejército. Pero la señal fue otra. Un Niño envuelto en pañales. Recostado en un pesebre. Otros esperaban un político de púlpito. Tanto es así que se fueron hasta Roma para exigir nacionalidad y carné de partido. Pero la señal fue otra. Un misionero de Teruel, que ayer se dirigió con la misma facilidad en catalán que en castellano a quienes escuchaban en la catedral de Barcelona. Y sin curso de idioma. En Cretas, siempre se ha hablado el «chapurriao», un dialecto aragonés. De pueblo, sí. Pero con una mirada cosmopolita y universal. La que le ha dado vivir un año en el Congo y otros tantos arrimando el hombro con Manos Unidas. Comprometido con los últimos, fue el único obispo que se manifestó para pedir un pacto contra la pobreza.
Por eso, el Papa Francisco se fijó en él para airear la Iglesia española. Y antes de enviarle cerca del Tinell, lo fichó para Roma. Le nombró miembro de la Congregación de los Obispos, o lo que es lo mismo, la cocina donde se cuecen los nombramientos episcopales, que ahora –ya saben– deben tener olor a oveja. Hace unos meses decidió que también sería su hombre en Cataluña. Ahora le toca a él asumir como propio el olor al Born. Al Raval. Relevo al cardenal Sistach, con quien Francisco ha tenido y tiene una discreta amistad que alguno querría para sí. A Omella no se lo ha puesto fácil, tal y como está el patio independentista. Pero no le quita el sueño. Porque si en algo tiene callo es en la pastoral del encuentro. No en vano, es uno de los artífices del consenso de los dos grandes documentos de la Conferencia Episcopal de este año. Ayer, reiteró este afán de servir a todos, sin reproches ni servilismos, «libre de prejuicios con un corazón abierto». Sin etiquetar ni etiquetarse. Sin dividir. «Que nunca haya más guerras ni divisiones entre nosotros», dijo. Lástima que no le oyeran ni Mas ni Colau. Estarían preparando los canelones. Que para algo era San Esteban.
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