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Dos papas santos

El enigma de Angelo

La renovación del Concilio Vaticano II. «L'Osservatore Romano» desvela un perfil inédito del ser y hacer de Roncalli ante los retos del modernismo que escribió el Papa Emérito en 1968

«La raíz de los males que envenenan a los individuos es la ignorancia de la verdad. Y no sólo eso, sino, a veces, hasta el desprecio y la aversión a ella»
«La raíz de los males que envenenan a los individuos es la ignorancia de la verdad. Y no sólo eso, sino, a veces, hasta el desprecio y la aversión a ella»larazon

«L'Osservatore Romano» desvela un perfil inédito del ser y hacer de Roncalli ante los retos del modernismo que escribió el Papa Emérito en 1968

Por Joseph Ratzinger. Benedicto XVI

La gran figura del Papa Juan representa un enigma por muchos aspectos. Con su idea de actualizar ha creado un nuevo modelo de conciliar y ha provocado un cambio hasta ese momento impensable en la historia de la Iglesia del siglo XX. Pero, ¿de qué fuente provenía este impulso?

Ha prevalecido durante mucho tiempo la impresión de que en realidad no se tratase más que nada de un desarrollo casual, que el sencillo y buen sacerdote de Sotto il Monte reconoció como importante. El hecho de que él mismo se definiera como un saco vacío que el Espíritu Santo llenó de fuerza de improviso parece una confirmación de esta teoría salida de su propia boca. Pero, ¿cuál de entre sus predecesores habría podido tener, ante las exigencias urgentes del ministerio papal, la valentía, el desapego y la ironía por sí mismo, la libertad y el autodominio, para hablar de sí mismo en estos términos sin temor a comprometerse a sí mismo o al propio ministerio?

¿Quién de ellos habría podido expresar sin el cuidado propio de la forma de hablar curial o teológica y con una imagen tan directa y vigorosa, la experiencia de la gracia, que en este caso, no se repite porque se haya aprendido de los libros, sino que viene expresada en un modo nuevo, con vivacidad, a partir de la experiencia personal madura, evitando todas las teorías y que resulta, por tanto, tan emocionante que se la reconoce como veraz? Quien consigue hablar de forma tan directa, personal y libre no es un párroco de campo ensalzado de forma repentina por una casualidad de la historia que no sabe lo que hace, sino que forma parte de aquellos pocos que son verdaderamente grandes; aquellos que superan todos los esquemas, experimentan en persona, y de forma creativa y nueva, lo que está en el origen, la verdad en sí misma, y consiguen darle nuevamente valor. Creo que la frase que acabo de citar sería por sí misma suficiente para asegurar a Juan el título de la verdadera genialidad, sin que por ello se desmientan sus palabras sobre el saco vacío. Quien de verdad prueba el destino de la gracia siente también la incongruencia de todos los presupuestos humanos, que antes de ella no pueden ser nunca nada más que un saco vacío.

Pero, ¿dónde brotan las raíces de esta grandeza? ¿Cuál es su verdadero contenido espiritual? Franz Michel Willam, con mérito, se ha dedicado a examinar nuevamente las cerca de 8.000 páginas de la obra literaria completa del Papa Roncalli, buscando las raíces de esta actualización y ha descubierto, de esta manera, un gran cantidad de aspectos sobre la iluminación. Sin duda, se puede decir que su libro es la publicación que mejor define la figura de Juan XXIII: y al mismo tiempo es fundamental para entender la importancia del Concilio Vaticano II. Entre las muchas cosas escritas sobre ese contexto, y a pesar del estilo que de vez en cuando se acerca demasiado a las historias populares con moraleja, el libro destaca por la abundancia de datos y por las conexiones que descubre.

Willam afirma que esta idea de la renovación representa la síntesis de toda una vida; incluye todas las etapas del camino espiritual de Roncalli. Sin embargo, lo más sorprendente es que la raíz principal se remonta al tiempo del seminario y se esconde en una noticia publicada en la prensa el 16 de enero de 1903; en ella se hace público el punto de inflexión en su lucha por la santidad personal, que se encuentra a su vez en las anotaciones de su diario. Esa experiencia de gran profundidad se hace patente en las palabras del seminarista: «A fuerza de verificarlo me he convencido de que es falsa la idea de santidad sobre mí mismo que me había formado». La fuerza de la experiencia personal que se vislumbra detrás de estas palabras es incuestionable; se puede distinguir en ella la auténtica conversión de Roncalli, la que convierte al buen seminarista en ese gran personaje que el mundo aprendió a conocer a partir de 1958.

No sorprende, por tanto, que se forje en esa experiencia la idea que ha pasado a la historia como la auténtica obra de ese hombre y que constituyó el centro de su pensamiento y de su actividad. Se expresa en estas palabras: «De la virtud de los santos tengo que coger lo fundamental y no lo superfluo. Yo no soy san Luis y no debo sacrificarme exactamente como él lo hizo, sino como corresponde a mi propia naturaleza, mi carácter y mis condiciones diferentes. No debo ser la copia rígida y escuálida de un tipo quizá perfectísimo. Dios quiere que, siguiendo el ejemplo de los santos, absorbamos el jugo vital de la virtud para convertirla en nuestra sangre y la adaptemos a nuestras capacidades y circunstancias...».

Los elementos fundamentales del concepto de renovación están aquí, como ejemplifica Willam a través de análisis concienzudos: la diferencia entre lo fundamental y lo superfluo, el rechazo a la copia escuálida, el subrayar el jugo vital, la necesidad de adaptarlo a las propias aptitudes y circunstancias de la vida. Esto significa que la idea de la modernización no se refiere a cuestiones de dogma teológico ni al cambio o renovación de la Iglesia, sino que se basa en la lucha por la verdadera santidad. Sólo con esta idea central se entiende la verdadera voluntad del Papa Juan.

Además, hay que añadir una segunda serie de hechos que Willam desarrolla en la última parte de su libro. Él explica que en 1922, Roncalli, durante el funeral de su director espiritual, el padre Pitocchi –al que le debía muchas cosas importantes de su camino espiritual–, definió la conducta de la vida cristiana como una verdadera ciencia que debe ser estudiada y después aplicada en la propia vida.

A partir de 1940, Roncalli comenzó a usar una terminología más precisa desde el punto de vista tomístico, sustituyendo la palabra ciencia por arte («ars»). El vocablo «ars» aparece muchas veces tanto en el discurso de Roncalli como patriarca de Venecia,como en las alocuciones de su pontificado. Lo más importante es que en 1955 aplica el dicho «una sola arte, pero mil maneras» al trabajo de los santos; todos nos parecemos en lo que se refiere a tranquilidad y serenidad interior, pero cada uno tiene un carácter. También es importante la relación entre «ars» y el deber en los anuncios de 1961 y sobre todo en el mensaje de radio de 1963 en el que el Papa invita a los fieles a no ser espectadores del Concilio, sino artífices; «personas que aplican el arte de la virtud en sus propias vidas». Aquí se cierra el círculo; el año 1903 y el 1963 se tocan: la renovación del Concilio se interpreta como el arte de aplicar en la vida de hoy, la santidad en su único significado, por la cual la Iglesia existe.

De esta manera el inicio y el final del camino de Roncalli se tocan y se sobreponen completamente, mientras que durante los 60 años de distancia entre uno y otro, existe un proceso de maduración intenso, cuyas etapas más importantes sigue Willam sobre la base de los Escritos. Puede demostrar que Roncalli ya conocía en 1902 con toda probabilidad «El Evangelio y la Iglesia» de Loisy, y de esa forma llega hasta Newman, cuya obra menciona Loisy especialmente.

Más importante todavía es el hecho de que Roncalli durante el seminario romano siguió las clases de Buonaitui, su asistente durante la ordenación presbiteral, sobre la historia de la Iglesia. Así entró en contacto directo con los problemas del modernismo, el pensamiento de Newman y los interrogantes de la búsqueda histórica crítica. La confrontación del joven y dotado estudiante con los problemas que se trataban se refleja especialmente en una anotación un poco más larga de su diario, fechada en diciembre de 1903, en la que Roncalli pronuncia un sí decidido a la crítica («Amo la crítica». «No me sorprenderé de nada, aunque algunos de los resultados del estudio (...) sean un poco sorprendentes»). Sin embargo, al mismo tiempo, reconoce el carácter normativo de la fe, cuya riqueza, y gracias al trabajo de la ciencia, «surgirá cada vez más pura y claramente».

La verdadera respuesta de Roncalli a los retos del modernismo –tal y como lo conoce sobre todo por el «programa de los modernistas», publicado de forma anónima por Buonaiuti en 1907– se encuentra en su discurso del 4 de diciembre de 1907 en memoria del cardenal Baronio, el cual De Luca definió como «origen de su pontificado». Roncalli declara en él la necesidad de que la tradición se armonice con las nuevas exigencias, pero al mismo tiempo la inviolabilidad de la fe, así como la victoria de la verdad, que aunque provenga de «las ciencias naturales será cada vez una victoria de la Iglesia».

Willam pone en evidencia el manifiesto del conde de Grosoli de 1904 como otro paso importante en el desarrollo espiritual de Roncalli. El texto, redactado por el obispo Radini Tedeschi, llevó a Pío X a suprimir la «Opera dei Congressi». En este texto aparece el concepto del «paso adelante», que reaparece como «salto hacia adelante» en el discurso de Juan XXIII durante la inauguración del Concilio. Asimismo, se convirtió en decisiva la amistad con el obispo Radini Tedeschi y con el cardenal milanés Ferrari, los cuales, como el mismo Roncalli, fueron sospechosos de modernismo de 1910 a 1911 (pp.110-114). Al final también se hace referencia a que conocía al cardenal Mercier y la teología de Lovanio, del mismo periodo.

En los años 1909-1910 hubo otros dos descubrimientos que luego resultarían decisivos en el camino de Roncalli: el encuentro con la figura de San Carlos Borromeo, del que Roncalli publicó cinco volúmenes entre 1909 y 1958 sobre sus visitas a Bérgamo, y el conocimiento de la «Regula pastoralis» de Gregorio Magno, que se convertirá en el libro favorito del futuro papa. De ésta parece que salió la idea pastoral, mientras que la idea de la reforma de la Iglesia que rejuvenece siempre, parece salir del análisis de la figura del santo de la modernización católica del siglo XVI.

El último paso que indica Willam es una creciente dedicación a las Sagradas Escrituras, centrada en una inmersión siempre nueva en el décimo capítulo del Evangelio de Juan. Aquí Roncalli encuentra la idea de lo que es la pastoral, que desde entonces asume para él la forma de ley de la dulzura. Redescubre también de nuevo el arte de la adaptación, «los llama a todos por su nombre»; por tanto la idea principal de la renovación y por último el concepto de ecumenismo: «Un solo rebaño, un solo pastor».

Sin duda, tras haber revelado el camino espiritual del Papa Roncalli, muchas cosas quedan escondidas en el silencio de los mejores años de su vida. Por ejemplo, ¿qué ocurrió cuando en vez de elegir a santos jesuitas como san Luis, Estanislao de Kostka o Juan Berchmans, eligió a san Francisco de Sales como su santo? ¿Qué pasó para que el «paso adelante» del conde de Grosolli se convirtiera en el salto hacia adelante del Papa durante el Concilio? ¿Cómo descubrió al trabajo ecuménico y los errores de los cristianos con los hebreos? ¿Desde cuándo se explica ese inaudito optimismo, que habría que definir mejor como espiritualidad de la esperanza, por la que con ocasión de la inauguración del Concilio, rechazó a los profetas de las desventuras «que anunciaban siempre lo peor, como si vislumbraran el final del mundo» y a los cuales dedicó estas audaces palabras de esperanza: «Tantum aurora est; et iam primi orientis solis radii quam suaviter animos afficiunt nostros!» (Constitutiones, decreta, declationes, p. 870). En un análisis final, todo esto queda en el misterio de su maduración, de la que la herencia escrita del Papa nos hace patentes sólo algunos fragmentos.

A pesar de los límites que encuentra, el estudio del libro de Willam contribuye de forma sustancial a iluminar la personalidad de Juan XXIII y explica ampliamente su enigma. Los impulsos fundamentales de su obra se han aclarado ahora. Sobre todo, se puede considerar como una conquista de este análisis el hecho de que ofrezca una clave para entender el «Diario del alma», y que en realidad lo convierte en legible. En el lenguaje cifrado del esfuerzo ascético, que quiere introducir completamente su propio ser en la forma eclesial, ofrece a quienes miran en profundidad el testimonio de una lucha agónica por la auténtica santidad, en la que está presente todo el drama de la fe en nuestro siglo.

Cuando, por ejemplo, se desvela que las palabras sobre el rito del hábito son de 1898, que la imagen del saco vacío aparece ya en 1904 (aunque se utilizara de forma un poco diferente), que la esencia de la idea de renovación fue descubierta en 1903, entonces se presta todavía más atención a un libro del que al principio se piensa en reconocer sólo el esqueleto. El autor merece, desde luego, una gratitud infinita pro su paciente trabajo y por haber sabido decir tantas cosas en tan poco espacio.

*Texto traducido por Eva Rull