JMJ de Río
Elección estratégica
En pocas horas termina la cuenta atrás que empezó en Cuatro Vientos el 21 de agosto de 2011. La Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro está a punto de comenzar. Después de la edición de Buenos Aires, en 1987, la JMJ vuelve a Latinoamérica de la mano del primer Papa americano: una sorprendente coincidencia si no creyéramos en la providencia.
La elección de la ciudad carioca es una elección estratégica de largo alcance. La Santa Sede no eligió Río por las condiciones de esa urbe para acoger un evento de colosales dimensiones: sus aeropuertos, su red de transporte urbano, la seguridad, los lugares de acogida, las fechas, y tantos otros aspectos logísticos no son necesariamente óptimos. Las razones son de largo alcance: invertir ahí donde más necesidad hay. Como diría un profesor de escuela de administración de empresas: cualquier inversión en un elemento del proceso que no sea un cuello de botella, y es una pérdida de recursos.
Hispanoamérica en general, y Brasil en particular, son hoy cuellos de botella para la Iglesia. La fe está viva, muy viva, en tantas personas porque la visión religiosa de la existencia está bien enraizada en el continente. Pero mientras en Asia y África los católicos aumentan, y en Europa el decrecimiento es casi vegetativo, en América Central y del Sur los porcentajes de católicos disminuyen a ojos vista. Pensemos en Brasil: en 1975, casi el 90% de la población se reconocía católica; en el año 2000, la cifra había bajado hasta el 75%; y hoy no llega al 65%.
Organizar una JMJ no es un camino de rosas: lleva consigo mucho trabajo y asumir no pocos riesgos. Por eso requiere valentía y magnanimidad en lanzarse a la piscina sin tener todos los cabos atados; sucedió en Madrid y en las JMJ precedentes, y Río no será una excepción. Pero los frutos que se espera recoger pueden compensar sin duda sudores y sinsabores.
La estrategia de Francisco en Río – si se pudiera hablar de estrategia en un Papa– será la misma desde que comenzó su pontificado: para llegar a los lejanos tengo que empezar por los cercanos. La primera conversión que pide (es decir, la decisión de ser radicalmente coherentes con el mensaje evangélico) es la de las personas que tiene alrededor: cardenales, obispos, personas que trabajan en la Curia romana, fieles que asisten a sus catequesis y Ángelus. Quitarse la viga del propio ojo antes de quitar la paja del ajeno. Por eso, el gran objetivo de Río no consistirá en convertir a los no católicos, sino en convencer a los católicos de que la fe envuelve toda su vida, y que tiene que notarse en su vida familiar, en el modo de trabajar, en su compromiso político y hasta en el modo de jugar «o futebol bonito» o de bailar samba.
Porque no nos engañemos: la Iglesia no se debilita por los ataques externos. Ni hoy ni nunca. Ningún emperador anticristiano, ningún régimen totalitario, ningún Gobierno laicista han conseguido que se tambalease la fe de los cristianos. Se sufre, ciertamente, pero en la dificultad la fe se enrecia y se purifica: no se es católico porque una cruz en la solapa beneficia a la propia carrera o prestigio social, sino a pesar de que se pierde el trabajo o se ve marginado. El verdadero enemigo es la tibieza espiritual que conduce al compatibilismo: pensar que se puede ser cristiano y vivir como un no cristiano. No hay nadie a quien podamos echarle la culpa de los procesos de descristianización: somos los católicos (las familias católicas, las parroquias católicas, los colegios católicos, las universidades católicas, las ONG católicas, etc.) quienes quizá hemos dejado de ser esas «minorías creativas» de las que hablaba Benedicto XVI.
Pero la JMJ dice que hay esperanza. Si los católicos que escuchen al Papa, en Brasil y en el mundo entero, entienden que lo que dice «va por ellos», y recuperamos el entusiasmo de la fe, será la mayor revolución que cabe. Una revolución silenciosa en el corazón de las personas, en círculos concéntricos, apenas perceptible a una mirada distraída, pero imparable.
*Director ejecutivo de JMJ Madrid 2011
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