El día de las familias
Benedicto XVI: «En la lucha por la familia está en juego el hombre»
Estamos terminando un año que, una vez más, se ha caracterizado en la Iglesia y en el mundo por muchas situaciones difíciles, de grandes cuestiones y desafíos, pero también de signos de esperanza. Menciono sólo algunos puntos destacados en la vida de la Iglesia y de mi ministerio petrino.
Ante todo, han tenido lugar los viajes a México y Cuba. Han sido encuentros inolvidables, con la fuerza de la fe, profundamente arraigada en los corazones de los hombres, y con la alegría por la vida que surge de la fe.
Y después vino la experiencia de Cuba. También aquí hubo grandes liturgias, en cuyos cantos, oraciones y silencios se podía percibir la presencia de Aquel, al que durante mucho tiempo se había querido negar cabida en el País. La búsqueda en este país de un justo planteamiento de la relación entre vinculaciones y libertad ciertamente no puede tener éxito sin una referencia a esos criterios de fondo que se han manifestado a la humanidad en el encuentro con el Dios de Jesucristo.
Otras etapas del año que se acerca a su fin, y que quisiera mencionar, son la gran Fiesta de la Familia en Milán, así como la visita al Líbano, con la entrega de la Exhortación Apostólica postsinodal, que ahora deberá constituir en la vida de la Iglesia y de la sociedad en Medio Oriente una orientación sobre los difíciles caminos de la unidad y de la paz.
El último acontecimiento importante de este año, ya en su ocaso, ha sido el Sínodo sobre la Nueva Evangelización, que ha marcado al mismo tiempo el comienzo del Año de la Fe, con el cual conmemoramos la inauguración del Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, para comprenderlo y asimilarlo de nuevo en esta situación que ha cambiado.
Entre todas estas ocasiones, se han tocado temas fundamentales de nuestro momento histórico: la familia (Milán), el servicio a la paz en el mundo y el diálogo interreligioso (Líbano), así como el anuncio del mensaje de Jesucristo en nuestro tiempo a quienes aún no lo han encontrado, y a tantos que lo conocen sólo desde fuera y precisamente por eso, no lo re-conocen.
De entre estas grandes temáticas, quisiera reflexionar un poco más en detalle especialmente sobre el tema de la familia y sobre la naturaleza del diálogo, añadiendo después también una breve observación sobre el tema de la Nueva Evangelización.
La gran alegría con la que se han reunido en Milán familias de todo el mundo ha puesto de manifiesto que, a pesar de las impresiones contrarias, la familia es fuerte y viva también hoy. Sin embargo, es innegable la crisis que la amenaza en sus fundamentos, especialmente en el mundo occidental.
Me ha llamado la atención que en el Sínodo se haya subrayado repetidamente la importancia de la familia como lugar auténtico en el que se transmiten las formas fundamentales del ser persona humana.
Se aprenden viviéndolas y también sufriéndolas juntos. Así se ha hecho patente que en el tema de la familia no se trata únicamente de una determinada forma social, sino de la cuestión del hombre mismo; de la cuestión sobre qué es el hombre y sobre lo que es preciso hacer para ser hombres del modo justo.
Los desafíos en este contexto son complejos. Tenemos en primer lugar la cuestión sobre la capacidad del hombre de comprometerse, o bien de su carencia de compromisos.
¿Puede el hombre comprometerse para toda la vida? ¿Corresponde esto a su naturaleza? ¿Acaso no contrasta con su libertad y las dimensiones de su autorrealización? ¿El hombre llega a ser sí mismo permaneciendo autónomo y entrando en contacto con el otro solamente a través de relaciones que puede interrumpir en cualquier momento? ¿Un vínculo para toda la vida está en conflicto con la libertad? ¿Merece el compromiso también que se sufra por él?
El rechazo de la vinculación humana -que se difunde cada vez más a causa de una errónea comprensión de la libertad y la autorrealización, y también por eludir el soportar pacientemente el sufrimiento- significa que el hombre permanece encerrado en sí mismo y, en última instancia, conserva el propio yo para sí mismo, no lo supera verdaderamente.
Pero el hombre sólo logra ser él mismo en la entrega de sí mismo, y sólo abriéndose al otro, a los otros, a los hijos, a la familia; sólo dejándose plasmar en el sufrimiento descubre la amplitud de ser persona humana. Con el rechazo de estos lazos desaparecen también las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el hijo; decaen dimensiones esenciales de la experiencia de ser persona humana.
El gran rabino de Francia, Gilles Bernheim, en un tratado cuidadosamente documentado y profundamente conmovedor, ha mostrado que el atentado, al que hoy estamos expuestos, a la auténtica forma de la familia, compuesta por padre, madre e hijo, tiene una dimensión aún más profunda.
Si hasta ahora habíamos visto como causa de la crisis de la familia un malentendido de la esencia de la libertad humana, ahora se ve claro que aquí está en juego la visión del ser mismo, de lo que significa realmente ser hombres. Cita una afirmación que se ha hecho famosa de Simone de Beauvoir: «Mujer no se nace, se hace» («On ne naît pas femme, on le devient»).
En estas palabras se expresa la base de lo que hoy se presenta bajo el lema «gender» como una nueva filosofía de la sexualidad. Según esta filosofía, el sexo ya no es un dato originario de la naturaleza, que el hombre debe aceptar y llenar personalmente de sentido, sino un papel social del que se decide autónomamente, mientras que hasta ahora era la sociedad la que decidía.
La falacia profunda de esta teoría y de la revolución antropológica que subyace en ella es evidente. El hombre niega tener una naturaleza preconstituida por su corporeidad, que caracteriza al ser humano. Niega la propia naturaleza y decide que ésta no se le ha dado como hecho prestablecido, sino que es él mismo quien se la debe crear.
Según el relato bíblico de la creación, el haber sido creada por Dios como varón y mujer pertenece a la esencia de la criatura humana. Esta dualidad es esencial para el ser humano, tal como Dios la ha dado.
Precisamente esta dualidad como dato originario es lo que se impugna. Ya no es válido lo que leemos en el relato de la creación: «Hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). No, lo que vale ahora es que no ha sido Él quien los creó varón o mujer, sino que hasta ahora ha sido la sociedad la que lo ha determinado, y ahora somos nosotros mismos quienes hemos de decidir sobre esto. Hombre y mujer como realidad de la creación, como naturaleza de la persona humana, ya no existen.
El hombre niega su propia naturaleza. Ahora él es sólo espíritu y voluntad. La manipulación de la naturaleza, que hoy deploramos por lo que se refiere al medio ambiente, se convierte aquí en la opción de fondo del hombre respecto a sí mismo.
En la actualidad, existe sólo el hombre en abstracto, que después elije para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya. Se niega a hombres y mujeres su exigencia creacional de ser formas de la persona humana que se integran mutuamente.
Ahora bien, si no existe la dualidad de hombre y mujer como dato de la Creación, entonces tampoco existe la familia como realidad prestablecida por la Creación. Pero, en este caso, también la prole ha perdido el puesto que hasta ahora le correspondía y la particular dignidad que le es propia.
Bernheim muestra cómo ésta, de sujeto jurídico de por sí, se convierte ahora necesariamente en objeto, al cual se tiene derecho y que, como objeto de un derecho, se puede adquirir. Allí donde la libertad de hacer se convierte en libertad de hacerse por uno mismo, se llega necesariamente a negar al Creador mismo y, con ello, también el hombre como criatura de Dios, como imagen de Dios, queda finalmente degradado en la esencia de su ser.
En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo. Y se hace evidente que cuando se niega a Dios se disuelve también la dignidad del hombre. Quien defiende a Dios defiende al hombre.
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