Espacio
El sueño de la vida
Los científicos siguen aferrados a un futuro viaje a Marte en busca de existencia, a pesar de la segura contaminación proveniente de bacterias de La Tierra.
Los científicos siguen aferrados a un futuro viaje a Marte en busca de existencia, a pesar de la segura contaminación proveniente de bacterias de La Tierra.
A los ojos de un avezado científico del siglo XXI, las extrañas estrías descubiertas en varios cráteres y cañones marcianos por la nave Curiosity sólo pueden responder a una causa. Existe agua corriente en el planeta: ríos y riachuelos de líquido espeso y salado que afloran al calor del verano portando minerales y sales de perclorato. Así de prosaico. O así de fascinante. Porque con esos datos fríos y asépticos extraídos de la piel del planeta rojo a golpe de espectrógrafo la Prensa ha corrido –hemos corrido– a aventar la vieja idea de que Marte puede albergar vida.
Resulta enternecedoramente esclarecedor contemplar lo poco que han cambiado las cosas desde los albores del siglo XX. El 30 de agosto de 1907 el «New York Times »empleaba una de las tres columnas de portada para un título que causó sensación: «Marte está habitado. Lo asegura el Profesor Lowell». En respuesta a una petición del director de la revista «Nature», el astrónomo Percival Lowell confirmaba el prodigio de sus observaciones. Tiempo atrás había encontrado al otro lado de su telescopio un patrón de marcas regulares, como líneas rectas dibujadas intencionadamente en el suelo marciano.
Ahora, había vuelto a dirigir la mirada hacia esa zona y había descubierto algunas modificaciones en las líneas. Según relataba el «New York Times», «los cambios en los dibujos confirman la teoría. Las marcas son canales fabricados artificialmente. El planeta es sede de una forma de vida inteligente y constructiva». Lowell murió en 1916, poco antes de que el mismo periódico volviera a dedicarle una portada.
En este caso para dar cuenta del descrédito de sus teorías. Las marcas que Lowell creyó ver no eran más que un efecto óptico producido por la poca calidad de los telescopios de la época al apuntar a un área de erosión natural del suelo marciano. «El juicio más benevolente de la comunidad científica a la figura del profesor –destacaba el diario– es que su trabajo ha sido gobernado por una viva imaginación».
Bueno, no es cuestión de reprocharle nada a Lowell. Al fin y al cabo las mismas cascadas de imaginación han vuelto a desatarse estos días de frenesí marciano. Lamentablemente, en este caso, no para hacernos creer en seres inteligentes capaces de construir grandes infraestructuras y de comunicarse con nosotros. Nuestro mundo –sin duda mucho más aburrido, aséptico, racionalista y temeroso que el que le tocó vivir a don Percival– apenas nos da para pensar en un puñado de microbios incapaces de autoorganizarse para formar siquiera una célula. Eso es hoy el sueño de la vida en Marte.
Nuestra cultura se alimenta en parte de una dieta cinematográfica de hombrecillos verdes, seres con orejas de trompetilla o monstruos en forma de iguana gigante que se desperezan de entre las rocas de un planeta rojo y seco. No deja de ser frustrante pensar que la única compañía que podemos aspirar a tener en nuestro solitario viaje planetario sea un puñado de microbios.
Cuando en 1965 la joven Jocelyn Bell y su director de tesis en Cambridge, Anthony Hewish, descubrieron una radiación uniforme y pulsátil procedente del cosmos desde sus radiotelescopios universitarios, no pudieron evitar pensar lo mismo. Aquel pulso regular debía de estar siendo emitido por algún ser inteligente. Era demasiado perfecto para ser espontáneo. Así que lo llamaron medio en broma LGM –Pequeños Hombrecillos Verdes–. El cine y las novelas de ciencia ficción se sobrepusieron a la inveterada moderación de los científicos. Eso y el deseo que todo ser humano lleva impreso en sus genes de no pertenecer a la única especie inteligente del cosmos.
En el fondo, nos abruma la responsabilidad de llevar el único cerebro pensante capaz de encontrarle sentido a esta maquinaria de 15.000 millones de años que nació con un estúpido Bang. Y buscamos vida allá donde nuestras capacidades de observación nos dejan. LGM resultó ser algo más natural de lo que se pensaba. Era el sonido de los cuásares , unos cuerpos celestes, algo parecido a jóvenes galaxias en formación, con un agujero negro en su centro. Nada de hombrecillos. Aunque el descubrimiento le valió a Hewish un premio Nobel –Jocelyn, por cierto, no apareció en la firma del hallazgo y se quedó sin premio en uno de los casos más sonados de machismo científico. De ese machismo tan habitual entre los pequeños hombrecillos rosas, negros y amarillos que habitan la Tierra–.
Por desgracia o por suerte, el tipo de vida que los científicos andan buscando por ahí fuera no dispara rayos láser, mira con ojos negros sin fondo o ilumina un dedo índice delgaducho mientras aprende a decir «mi caaaaasa». No está claro que eso fuese más divertido que buscar microfósiles en las rocas de Marte. Pero, al menos, nos regalaría la certeza de que hay otras mentes entre las estrellas. Porque, con el actual estado del conocimiento de la ciencia ni siquiera puede asegurar que esos supuestos bichitos microscópicos que encontremos en Marte –si los encontramos– sean vida. En 1996 se creyó haber encontrado la huella fosilizada de bacterias marcianas en un meteorito hallado en la Antártida. Otra vez –¿cuántas veces van ya?– los periódicos saltamos a titular «¡Vida en Marte!». Pero años después supimos que aquellos gránulos microscópicos no eran otra cosa que contaminación de vida terrestre.
Si la NASA quiere seguir investigando ahora sobre el terreno marciano, no tendrá más remedio que llevar un aparato robotizado a extraer muestras del suelo que ahora sólo hemos visto en fotografía. Y la nave que llevemos distará mucho de ser estéril. Por grande que sea el empeño puesto en su asepsia, ha sido fabricada por humanos, tocada por humanos, montadas sus piezas por humanos, lanzada por humanos, llenos de bacterias. Llenos, ellos sí, de vida. Y lo más probable es que alguna de esas bacterias viaje con el aparato y contamine el ambiente marciano. ¡Qué curiosa paradoja! ¿Y si la primera vida rescatada de un planeta que no es el nuestro fuese una infección humana? ¿Y si realmente acaba por ser ésa la única? Ay, el sueño de la vida.
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