Cambios climáticos
De qué NO se va a hablar en la Cumbre de París
La XXI Cumbre del Clima tendrá muchos invitados a la mesa, pero también algunas ausencias.
Casi nadie duda que la Cumbre de París dista poco de ser el último tren de la batalla contra el cambio climático. Lo dicen todos los expertos en clima: sea cual sea el futuro de las temperaturas en el planeta, la reunión parisina no puede permitirse un nuevo fracaso. Lo dicen incluso los pocos técnicos que aún hoy se atreven a dudar en voz alta de los informes del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC): si París fracasa, se habrá colocado una carga de profundidad insoportable en la política de cumbres, reuniones y tratados. Lo ha dicho el Papa Francisco, que desde su última encíclica «Laudato si», no ha dejado de recordar que «sería catastrófico no lograr un acuerdo global y trasformador en la COP21». Angela Merkel ha presionado como nunca antes lo hizo Alemania al advertir que todo lo que no sea «un acuerdo vinculante» será considerado un fracaso. Obama ha querido visibilizar su figura como uno de los líderes impulsores de un «tratado histórico».
La cumbre nace con la fortaleza de un consenso científico cada vez mayor y de un compromiso político que, aparentemente, excede con creces el que se puso encima de la mesa en las anteriores reuniones. Y esa fortaleza puede ser, paradójicamente, su mayor debilidad. Porque, al igual que en público todo el mundo grita la importancia de lo que se va a negociar, en privado pocos evitan un profundo temor a que el resultado sea el mismo que en las anteriores intentonas: cero.
Un dato estremecedor va a flotar en el ambiente. Cuando en 1997 mandatarios de medio mundo firmaron el Protocolo de Kioto, se desató la esperanza de que aquel no fuera más que el primer paso hacia una catarata de acuerdos para lograr la reducción efectiva de las emisiones de CO2 a la atmósfera. Ahora, incluso si París se salda con un acuerdo valiente y vinculante, las emisiones para 2030 serán un 30% mayores que las sugeridas en Kioto. 21 cumbres y 18 años después, los gases de efecto invernadero no han dejado de crecer, forzando al mundo a aspirar, en el mejor de los casos, a una solución un tercio menos ambiciosa de la que surgió en los albores de la campaña. Si observamos el entusiasmo, la pujanza y las declaraciones públicas de políticos y mandatarios, no deberíamos temer: París será un éxito. Si miramos el currículum de las cumbres, como quien analiza el expediente académico de un aspirante a nuestra empresa, veremos una triste sucesión de suspensos: el último y más sonado, el Muy Deficiente obtenido en Copenhague 2009. El difícil tránsito de las promesas a los hechos tiene culpables. Y de muchos de ellos no se va a hablar en París.
Algunos países han sorprendido en los últimos cuatro años con propuestas realmente valientes. EE UU, bajo la Administración Obama, se ha planteado reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 80 por cien para 2050. Es una de esas apuestas que pueden inclinar la balanza hacia el lado del éxito rotundo. Aunque nadie airea demasiado que el coste medio estimado para tal fin puede superar los 2 billones de dólares anuales. En su último año de mandato y con la posición política más débil que nunca, pocos creen que Obama pueda defender con la energía necesaria esta apuesta. El «Washington Times» afirmaba que el presidente está limitado para ofrecer promesas concretas y se contentará con ser «una suerte de cheerleader» en la Cumbre. La pieza clave de la propuesta climática de Obama ha sido el Clean Power Plan, un ambicioso proyecto de regeneración energética basado en la transformación paulatina hacia energías limpias a una alta velocidad de crucero. Pero el plan ha nacido viciado con la oposición de 26 estados de la Unión y la declaración fáctica de todos los candidatos a la presidencia del bando republicano de que no continuarán el proyecto si llegan al poder.
Otro de los mayores contaminadores del planeta, China, afronta París con algo más de relajación. La presión interior no es tan grande como la que sufren EE UU y Europa, cuyos ciudadanos demandan acciones drásticas en defensa del medioambiente. En 2009, el país asiático anunció su compromiso para reducir la «intensidad de carbono» (el CO2 por unidad de Producto Interior Bruto) un 45 por ciento por debajo de los niveles de 2005 antes de dos décadas. El problema es que, según ha publicado la revista «Science», China utiliza un sistema de medición de sus emisiones y del aporte energético de sus fuentes renovables diferente al del resto del mundo. Para poder comparar lo bien o lo mal que lo están haciendo los países firmantes de un protocolo, es imprescindible que todos midan sus emisiones y su producción de energía en las mismas unidades. Si el país que más contamina, que más consume, que más energía produce y que más Co2 emite del planeta, utiliza su propia media, la fiabilidad de cualquier acuerdo vuela por los aires.
Los países europeos también tienen sus pequeños secretos que no querrán airear en París (y no sólo el derrumbe de la credibilidad provocado por el reciente escándalo de las emisiones de Volkswagen). Siete modelos diferentes publicados por la revista «World Scientific» estiman que la reducción del 80 de las emisiones para 2050 propuesta en términos globales en Europa supondrá un coste de casi un 25 por ciento del PIB conjunto de la Unión Europea. Con la tecnología actual, algunos expertos creen que la propuesta de emisiones no dista de ser una utopía. Una parte importante de ese coste recae en los ingentes esfuerzos nacionales para modificar el mix energético hacia un peso cada vez mayor de las energías limpias. En plena preparación de las maletas para París, los mandatarios europeos se han encontrado con la caída de Abengoa: 21.000 millones de agujero en los cimientos de la apuesta mundial por la energía solar. Algunos medios se lo han recordado a Obama, quien utilizó a la firma española como ejemplo de su política futura de renovables (de hecho, hay casi 3.000 millones de dólares en garantías y avales de la Casa Blanca en juego).
Pero la mayor piedra que lastra las maletas de los negociadores europeos es un invisible mecanismo de fuga de emisiones del que Europa no puede escapar. Cuando un país informa a las Naciones Unidas de sus emisiones se contabilizan las toneladas de gases que salen por sus chimeneas, por los tubos de escape de sus coches o por sus explotaciones agrícolas y ganaderas. Pero nadie tiene en cuenta las emisiones producidas por países y empresas fuera de Europa que nos venden sus mercancías. Europa puede cumplir sus promesas, entre otras cosas porque deriva la producción de muchos de sus bienes a países que nos las cumplirán, como China. Si se contabilizan los gases producidos para fabricar todos los productos que nuestro continente importa de China en un año, la huella de carbono europea es francamente negativa. Entre 2008 y 2009, las emisiones invisibles derivadas del consumo de productos chinos e indios pasaron de 400 millones de toneladas a 1.600 millones. Esto puede hacer que un país que, en términos oficiales, reduce anualmente sus emisiones, pase de manera indirecta a aumentarlas. La carrera por salvar al planeta del desastre se empieza a parecer a la imagen de un ratón corriendo en la rueda de su jaula. Cada cumbre nace con más inversión en dinero, esfuerzo, esperanza y diplomacia. Pero el ratón de las emisiones no se mueve. Cerca de 150 países responsables del 90% de las emisiones han anunciado sus llamadas Contribuciones Previstas y Determinadas a Nivel Nacional (INDC por sus siglas en inglés), una especie de auditoría de su contribución a la reducción de gases de efecto invernadero. Tras la última reunión del G20, países como Arabia Saudí han aceptado mostrar también sus intenciones in extremis. Pero estos números puestos sobre la mesa de París no serán más que una carta a los Reyes Magos si no se debaten algunas cuestiones prácticas. ¿Es realista soñar con un mundo descarbonizado en 2030 cuando vivimos uno de los momentos de la historia con los precios del petróleo más bajos? ¿Alguien va a atreverse a potenciar el aporte a su mix energético a partir de energía nuclear que no emite CO2? ¿Será posible que las energías renovables sean realmente tan baratas, no lastradas por una demencial política de subvenciones y basadas de una vez por todas en el I+D+i para que nadie pueda negarse a adoptarlas? ¿Realmente el nuevo periodo semibélico abierto por la crisis de Oriente Medio es el mejor momento para comprometerse a dedicar el 25% del PIB europeo a la defensa de la atmósfera? ¿Tienen hoy Hollande, Obama y Putin la cabeza puesta en el medio ambiente como prioridad estratégica? No responder a estas preguntas es comprar de nuevo papeletas para la decepción.
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