Consumo
La guerra de las pirámides de alimentación
Cada día debemos tomar al menos 200 decisiones relacionadas con la alimentación pero, en la mayoría de los casos, se toman de manera inconsciente. No tenemos suficiente preparación para decidir.
Cada día debemos tomar al menos 200 decisiones relacionadas con la alimentación pero, en la mayoría de los casos, se toman de manera inconsciente. No tenemos suficiente preparación para decidir.
En el laboratorio de Alimentos y Marcas de la Universidad de Cornell, un equipo de nutricionistas y bromatólogos está realizando una curiosa contabilidad. Analiza los hábitos cotidianos de unos cuantos centenares de voluntarios y determina cuántas veces piensa un ciudadanos medio en comida al día. Según sus informes, cada jornada debemos tomar al menos 200 decisiones relacionadas con la alimentación. No sólo debemos pensar en qué desayunamos, comemos, merendamos o cenamos o en qué les damos de comer a nuestros hijos y familiares que dependen de nosotros. Tenemos que decidir cuánta azúcar o sal echamos, a qué hora consumimos un alimento, si lo freímos, cocemos o calentamos al microondas, si usamos aceite de oliva o de girasol, mantequilla o margarina, en qué plato los servimos, con qué bebida lo acompañamos... Así hasta 200 veces, por lo menos, cada día.
Lo más sorprendente del estudio es que se demuestra que, en la mayor parte de las ocasiones, estas decisiones se toman de manera inconsciente y mal informada. No tenemos preparación suficiente para decidir. A pesar de que constantemente recibimos en los medios de comunicación informaciones relacionadas con la alimentación: «el huevo es bueno, o malo». «El azúcar es el nuevo veneno del siglo XXI». «Necesitamos más omega 3...o no», y un sinfín de noticias que asaltan periódicamente los medios de comunicación.
La última de ellas ha llegado esta misma semana. La Sociedad Española de Nutrición Comunitaria ha publicado una nueva revisión de la famosa pirámide nutricional, en este caso, adaptada a la población española.
Esta nueva guía supone una actualización de la edición de 2001 y constituye una herramienta de educación nutricional y de promoción de la salud, supuestamente basada en la evidencia científica, para trasladar a los profesionales de la salud y del ámbito educativo, a los responsables de las administraciones implicadas y, especialmente, a la población en general.
La pirámide ha incorporado algunos elementos novedosos. Su base, formada por los alimentos que deben consumirse diariamente, está formada por hidratos de carbono (pan, pasta, arroz, harinas, legumbres...), frutas, verduras, hortalizas y, en menor medida, pescados, lácteos y carnes blancas. Para el consumo ocasional se dejan las carnes rojas, los embutidos y los alimentos procesados. Aparecen aquí también los productos ricos en mantequilla, la sal, las grasas untables y las bebidas fermentadas.
Quizás podamos pensar que esta guía nos ayudará a tomar más correctamente esas 200 decisiones que debemos tomar al día cuando se trata de alimentación. Pero un análisis más profundo del asunto arroja algunas dudas. Casi todos los expertos en nutrición saben que cuando se nos dan pautas tomar dietéticas, (como comer cinco piezas de verdura o fruta al día, comer cada tres horas o no ingerir hidratos a partir de las cinco de la tarde), lo que se pretende es más un ordenamiento de la conducta general que un consejo nutricional como tal. De hecho, en muchas ocasiones se trata de hipótesis que a menudo tienen cierto fundamento científico pero que, a la hora de la verdad, no siempre son válidas.
Si observamos la pirámide nutricional que acaban de presentar los científicos australianos para su país, por ejemplo, encontramos algunas diferencias con la nuestra. La australiana es más explícita con la prohibición de añadir sal o azúcar a las comidas (ya consumimos suficiente en los platos sin necesidad de añadir más al cocinar). Tienen en ella menos importancia los cereales, las patatas y las legumbres. No incluyen en ningún momento las bebidas fermentadas (como sí hace la nuestra). ¿Lo que es valido para un australiano no lo es para un español?. En teoría, estas guías generales están adaptadas a la cultura local. Añadir cerveza y vino a nuestra pirámide no es más que un esfuerzo por salvaguardar las peculiaridades culinarias de nuestro país. Pero ¿tiene en cuenta realmente la evidencia científica?
Durante años se ha pensado, por ejemplo, que el consumo moderado de vino tinto es bueno para salud. Algo parecido se ha propuesto para la cerveza. Pero una reciente publicación en «British Medical Journal», que analizó la evolución de centenares de personas de 10 grupos de población distinta ha venido a arrojar ciertas dudas sobre esta creencia. Para la población general no se observa beneficio alguno consumiendo vino o cerveza. Sólo en algunas mujeres de más de 65 años o en algunos hombres de entre 50 y 60 se aprecia algún factor protector comparados con las personas que no beben nada.
En otras palabras, para la inmensa mayoría de nosotros, una copa de vino tinto al día no ofrece beneficio alguno. ¿Está justificado que la Sociedad Española de Nutrición Comunitaria lo incluya en su pirámide?
El problema de estos consejos generalistas es que se basan en datos científicos que también lo son. En primer lugar, la carga de evidencia está sesgada: la mayor parte de los estudios se hacen en universidades anglosajonas o asiáticas y rigen para esas comunidades.
El caso de las grasas o de las margarinas es paradigmático. La creencia generalizada de que las grasas son un veneno nutricional o que las margarinas son peores que las mantequillas nace de estudios científicos estadounidenses en algunos casos, incluso, falseados. Las condiciones de vida, la legislación alimenticia, el clima, y las materias primas europeas son muy diferentes. Y la repercusión en la salud de algunos alimentos, también.
Recuerden, por ejemplo, el revuelo levantado por la OMS cuando advirtió de que el consumo de carne roja podría ser considerado un agente cancerígeno (recomendación que no terminó contando con el apoyo de la comunidad científica de nuestro país). O las dudas despertadas por el University College de Londres cuando hace poco recomendó subir de cinco a siete las raciones de verdura consumidas al día y advirtió que la verdura es más saludable que la fruta.
¿Cuánto hay de evidencia contrastada en estas recomendaciones? ¿Cuánto de presión de algunos grupos de interés? ¿Por qué afloran los estudios contra la sal justo en el momento en el que las bebidas azucaradas están en el punto de mira de las autoridades? ¿Es pura casualidad? ¿Hay consenso científico real en las recomendaciones que recibimos? ¿Cuántas de estas recomendaciones quedarán obsoletas mañana?
Está claro que tendremos que seguir tomando nuestras 200 decisiones al día en la más absoluta de las soledades. Trataremos de usar el sentido común.
Aumenta el número de los llamados superalimentos: preparaciones exóticas que aseguran grandes beneficios para a salud. Kale, quinoa, chia, bayas de goji, cúrcuma, espino amarillo... El mercado se inunda de ellos, un buen puñado de famosos los publicitan y aparecen publicaciones sobre sus supuestos beneficios incuestionables. Pero los últimos datos científicos son claros. Ninguno de estos alimentos es mejor que otras verduras, hortalizas, semillas o cereales si no se introducen en una dieta equilibrada que contenga otro tipo de nutrientes. Los superalimentos no existen. Pongamos como ejemplo el caso de las Bayas de Goji, que provienen de una planta originaria de China y se emplean en la medicina tradicional de este país. Se les atribuye cualidades como que fortalecen el sistema inmunológico, estimulan la libido y protegen contra enfermedades cardiovasculares y cáncer. Sin embargo, hay muy pocas investigaciones que permitan constatar estos beneficios. La mayoría de los estudios existentes suelen basarse en uno de los componentes de las bayas, los llamados polisacáridos lycium barbarum, o LBP por sus siglas en inglés. En definitiva, no hay ensayos que muestren sus efectos en seres humanos. Asimismo, algunos estudios han concluido que reemplazar cereales con quinoa puede reducir el colesterol y ayudar a la pérdida de peso. Sin embargo, el número de participantes en esos estudios no ha sido lo suficientemente amplio como para poder extraer conclusiones sólidas. Los beneficios de la quinoa se atribuyen a sustancias llamadas saponinas, que se cree que actúan alterando la permeabilidad del intestino. Sin embargo, lavar la quinoa antes de consumirla, como suele hacerse, retira las saponinas junto con sus beneficios.
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