Toros
Cañón y sordina
Entiendo que Eisenhower mandara desembarcar el día «d» el comando anfibio pese a que amaneciera diluviando en las costas normandas. Ya había sonado el largo lamento de los violines y había que salvar Europa. ¿Pero ayer? ¿Era inaplazable que Ponce, Manzanares y López Simón hicieran el paseíllo entre una cortina de agua que luego amainó, a Dios gracias? Lo del jueves fue otra historia. La lluvia comenzó tres minutos antes de la corrida. Ayer llevaba 24 horas el grifo abierto y de Huelva venía amenazando Noé con el diluvio a cuestas. ¿No hay en la feria una mañana para una corrida con sol y sin incertidumbre? Que piensen los que deciden –y no estaría mal que se pensara más en el aficionado– pero a los toros, mejor con abanico que con paraguas y el poncho de Eastwood. Con todo, se apareció San Cristobalón, salvador de los naufragios, y el temporal, mal que bien, se capeó. Hubo otros naufragios. Apunten «Gruñón», el segundo de la tarde, como uno de los mejores toros de lo que llevamos de feria. Y apunten el puyazo de Paco María como el puyazo. Así, a secas. El «juampedro» sacó el tren de aterrizaje y comenzó a planear ya en banderillas. Ahí cantó un tranco y una bondad que se vio a medias recompensada. Toro de dos, faena de una. Un espadazo recibiendo de Manzanares –aires del Chiclanero y gatillo de Vasily Zaitsev– empató la diferencia. La historia se repitió en el quinto –loor a «Perigonero»–, al que Manzanares cortó la segunda oreja. Se redimió con la zurda y de nuevo la espada: cañón y sordina. Comenzó a llover en el sexto y el torrente bravo de «Beato» congeló la lluvia. López Simón naufragó en el intento. Juan Pedro redondeó una gran tarde. Victorino espera.
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