Feria de Bilbao
Mandar en el toreo es esto
Quien quiera tirar del carro y mandar en el toreo ya sabe lo que tiene que hacer. Jugarse la vida, jugársela como se la jugó ayer «El Juli» en La Maestranza. Lo dejó escrito con la muleta y la espada, que es la única forma de decir las cosas en la Fiesta. Lejos de los apaños de despachos, de los intercambios de cromos, de los traficantes de favores. Mandar es esto. Es cuando una figura del toreo que lleva quince años empujando el escalafón se va al túnel negro de toriles, se clava de hinojos y se dice a sí mismo que es hoy o nunca, que la única puerta ayer era la del Príncipe. Y en ese momento es capaz de olvidarse de los hijos, de las fincas, de los ceros que se amontonan en la cuenta corriente. Hay toreros a los que el valor no se le va por el agujero de una cornada sino por el grosor del extracto bancario. No es el caso de «El Juli», raro especimen del toreo incapaz de contener el ímpetu de mariscal, la raza, el amor propio que te patrulla por las venas o no te patrulla. Así cuentan que era «El Juli» desde que le ponían en la escuela taurina de Madrid una caja para que pudiera ver por encima de las tablas. Levantando dos palmos del suelo, Joselito El Gallo amenazó a su madre con hacer una locura si no lo dejaban torear. Se le estaba pasando la edad. Es el espejo gallista de «El Juli», el mejor homenaje a Joselito el de la señá Gabriela, de ímpetu torrencial, por cierto, como Julián. Si entre corrida y corrida hay diez minutos para un toro en el campo, al campo se va «El Juli» con la cuadrilla. Es su hábitat natural, como un cetáceo en plena mar. Y por eso, como otros sabios de la historia del toreo, tiene los terrenos, los toros, el temple inyectados en el tuétano. Y además, claro, la mentalización y los dos péndulos para jugarse, como ayer, la vida con dos faenas macizas, de lava de volcán. La muleta enterrada en el albero, convertido por la lluvia en albariza. Empujando la embestida con los riñones, los cambios de mano echándole un pulso a la geometría, zurciendo la embestida en una moneda de céntimo. Si se le descuadernó la figura alguna vez, fue por la rabia. La muleta puesta, los pitones afilados silbando cerca. El estallido se produjo en el quinto, más equino que toro. Era un desafío a la ley de la gravedad hacer a ese caballón de Domingo Hernández bajar la testa para tomar la muleta. Pero ocurrió y el grandullón se dejó barrer el lomo en pases de pecho tan largos como los naturales en los que «El Juli» le echó de comer al hocico a tres metros. Estocada hasta las cintas. El usía sacó los dos pañuelos a la vez. Descerrajada la Puerta del Príncipe. En la enfermería, con la pierna enhebrada por el toro caballón, estaba «Niño de Leganés». Claro que sabía El Juli que ayer se estaba jugando de verdad la vida. Cuando se cerraron los dos portones había un cartel colgado: «El que quiera mandar en esto, que venga mañana».
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