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El Lebrijano, muerte de una estirpe

Fallece a los 74 años Juan Peña, icono del flamenco, gigante del cante y conocedor de las raíces del arte hasta sus profundas conexiones andalusíes.

Fotografía de octubre del cantaor flamenco Juan Peña "El Lebrijano"
Fotografía de octubre del cantaor flamenco Juan Peña "El Lebrijano"larazon

Fallece a los 74 años Juan Peña, icono del flamenco, gigante del cante y conocedor de las raíces del arte hasta sus profundas conexiones andalusíes.

«Dame la libertad del agua de los mares/dame la libertad de las tormentas/dame la libertad de la tierra misma/dame la libertad del aire», cantó Juan Peña «El Lebrijano» (Lebrija, 1941) acompañado de la Orquesta Andalusí de Tánger. Eran unos versos del poeta José Manuel Caballero Bonald que incluyó en su disco «Encuentros», una más de las diversas aventuras musicales que el cantaor protagonizó a lo largo de su carrera, otro de los puentes que tendió hacia sensibilidades distintas, un nuevo camino. En su voz sonaban las palabras del Premio Cervantes con la rotundidad de las antiguas voces flamencas, con la fuerza del dolor de la Andalucía profunda, con la verdad de quien canta lo que vive y lo que siente.

«El Lebrijano» moría ayer en la madrugada sevillana a los 75 años de edad al no superar una reciente operación de corazón. Se fue bajo el impenetrable calor del verano, en el silencio de las calles del barrio de San Julián donde tenía su residencia. Nadie supo nada hasta las primeras horas de la mañana cuando se conoció su fallecimiento, que dejó desconcertados a los vecinos que estaban acostumbrados a compartir su amistad, sin divismo ni impostura. Aquel gitano de ojos azules y pelo rubio, de sonrisa perpetua, burlona, en el rostro no era una estrella del mundo del espectáculo más, sino uno de los puntales del flamenco, quizás el último de una generación de genios extintos.

En silencio

Había comenzado tocándole la guitarra a La Paquera de Jerez con 17 años, además bailaba, pero su vocación estaba en el cante, en lo jondo, un adjetivo difícil de explicar que tiene más que ver con lo abstracto que con lo concreto. Por eso se pasó cinco años al lado de La Niña de los Peines (Pastora Pavón) para aprender, escuchar, siempre en silencio sin interrumpirla; le tenía verdadera devoción: «Con Pastora estuve cinco años, casi cuidándola, y me enseñó muchas cosas, yo sólo escuchaba y no se me pasó por la cabeza nunca cantarle. Cuando llegué a Madrid tenía la cabeza como una tómbola», confesó durante la última entrevista concedida a LA RAZÓN en 2014. Entonces, la Bienal de Flamenco de Sevilla le homenajeó por los 50 años de trayectoria, pero recibió el reconocimiento con cierta «jindama» porque lo compartía con Paco de Lucía y Enrique Morente, que ya estaban muertos.

Con ambos recorrió el mundo, grabó discos, «rompió los platos», como le gustaba decir, para encontrar otras formas musicales, alternativas a la guitarra y a las palmas, y así nació algo que los críticos llamaron fusión a comienzos de los años 70 del pasado siglo. Para él eran simplemente Paco y Enrique, pero para el resto, dos estrellas, dos ríos de caudal infinitivo del que bebieron todos los que luego han intentado «innovar» sin éxito, lo que sí tuvo El Lebrijano. Desde la marcha del guitarrista, le gustaba recordar las anécdotas de los años de escasez, ilusión y trabajo por media Europa con aquel espectáculo llamado Festival Flamenco Gitano, donde se enrolaron algunas de las personalidades más impactantes del panorama de entonces. «Me metía mucho con Paco porque delante de nosotros iba Manitas de Plata, que ponía el teatro hasta la bandera. A ver, maestro qué haces, que éste llena y luego vamos nosotros», comentaba entre risas al recordar lo nervioso que se ponía el genio ante un competidor de la talla de los Gipsy Kings. «No hay un segundo Paco de Lucía, Morente ni un segundo Lebrijano», afirmaba rotundo alguien que siempre defendió la camaradería que compartían todos, el respeto por los grandes maestros, el afán por hacer las cosas desde la pureza desde la honestidad. «Él dice que hace flamenco, pero yo nunca le he escuchado cantar flamenco», dijo en una ocasión sobre Miguel Poveda al presentar el disco en el que puso música a textos de García Márquez.

Sus restos mortales fueron trasladados a Lebrija, el pueblo que le dio la vida y el nombre artístico, donde se nutrió de los cantes puros de esa localidad agrícola del bajo Guadalquivir y que decretó tres días de luto por su muerte. Coincidencias de la vida, su cuerpo ha sido velado en el Teatro Municipal Juan Bernabé, otro Juan volcado en poner voz a la tragedia del campo andaluz en los años del teatro independiente y que murió en plena juventud. Al Lebrijano le pregunté cómo quería morir: «Con tranquilidad y sereno de mí mismo, siendo consciente de que he dejado una página en blanco en el mundo del flamenco y en el arte». Así sea.