Europa

Barcelona

Mientras tanto... el fin del «cofoisme»

Cuando se cumple un mes del 21-D hay que tomar el pulso a la sociedad: a la espera de ver si respetamos la ley o nos la saltamos de nuevo, el tradicional «orgullo» catalán deja paso a sentirse el hazmerreír de Europa.

El ambiente en La Rambla es el habitual de cualquier sábado
El ambiente en La Rambla es el habitual de cualquier sábadolarazon

Cuando se cumple un mes del 21-D hay que tomar el pulso a la sociedad: a la espera de ver si respetamos la ley o nos la saltamos de nuevo, el tradicional «orgullo» catalán deja paso a sentirse el hazmerreír de Europa.

Pasado un mes de las elecciones, es obligado darse una vuelta por las calles catalanas y tomarle el pulso a la sociedad de a pie. No hay mejor momento que un fin de semana como éste, cuando las ánimos se han enfriado, luce una mañana primaveral y el peatón catalán se esponja mientras pasea tranquilamente lejos del mundanal ruido. Visito Rambla de Cataluña, cerca de dónde los Jordis se subían a los coches de policía para guiar a las masas. El ambiente es próspero, concurrido y tranquilo. Los turistas asaltan los comercios en rebajas y se van luego a visitar logros modernistas con sus bolsas de Prada a cuestas. Se mezclan con la burguesía autóctona que ha salido a hacer el aperitivo y mirar escaparates. En un céntrico y regio local de tapas, el Ciudad Condal, entablo conversación con un matrimonio que luce lazo amarillo en la solapa de sus abrigos. Son guapos y elegantes, con cierto aire moderno, aunque se nota que las arrugas de la cincuentena empiezan a marcar su lozanía. Por cómo visten y se expresan, proceden de ese estrato central de barceloneses que roza (pero no alcanza) la clase media alta. Son reservados, pero el sol radiante les tiene de suficiente buen humor como para aceptar un pequeño intercambio conversacional con un desconocido de la mesa de al lado. Me confían que están un poco decepcionados. Por lo que cuentan, son de los que han aceptado en bloque el relato de que Cataluña ha sido desposeída de su legítimo gobierno por los invasores de siempre. Sin embargo, en cómo lo dicen, no hay entusiasmo y parecen desconfiar. Yo diría que votaron a Puigdemont pero no se lo pregunto, porque lo que menos deseo es interrumpir sus confidencias. No hay autosatisfacción en ellos; el habitual tonito y la sonrisa de superioridad que como catalán tan bien conozco solo aparece en sus palabras finales. Es cuando afirman imperturbables que todos los partidos que apoyaron el 155 han cosechado malos resultados electorales. Me abstengo de recordarles que el principal demandante de esa intervención ha ganado las elecciones con un millón de votos. Me entristecería terminar con discusión tan agradable charla pre-prandial. Pero me han hecho detectar que, en esa burguesía, ya no aparece algo que hasta la fecha era inconsciente y habitual: el «cofoisme».

Es un poco difícil traducir lo que significa la palabra catalana «cofoisme». Lo normativo sería quizá decir «ufanía», pero es insuficiente además de demasiado culto. Falta un matiz, transportado por tal expresión, de algo más vulgar, más chabacano. Me refiero a un envanecerse, un estar pagado de sí mismo, un creerse más listo solo por el hecho de haber nacido aquí; algo que ha sido una característica de siempre de mi tierra y marca de agua del catalanismo. El «cofoisme» estaba presente en Pujol, en Mas, en Puigdemont, en Tardá. Por ahora, no parece haber sido visto en el novato Torrent, pero la verdad es que todavía no se ha manifestado mucho. Lo importante era que, por mimetismo, ese dar por supuesto una capacidad innata se transmitía inmediatamente a la clase media catalanista y ni que decir tiene que eso les provocaba estar muy felices de sí mismos. Los últimos hechos, la realidad, parece que han creado una fisura en esa convicción. Me atrevería a decir que las chanzas de los semanarios humoristas franceses también han hecho agujero. Aquí parecía imposible que un día fuéramos a ser el hazmerreír de Europa. Bajando por la Rambla me encuentro a un amigo, empresario y habitante de la zona. Le pregunto cómo ha vivido estos últimos meses. Me cuenta que, el día en que los separatistas quisieron expulsar a la policía de la consejería de economía, él tuvo que encargar a alguien que recogiera a sus hijos del colegio y no los llevara a casa hasta que remitiera todo aquel episodio de agresividad. Daba miedo, me dice, iba acudiendo gente hasta el mediodía y, en principio, todo parecía pacífico y podías tomarte algo por allí y circular con cierta normalidad. Pero a partir de las cinco, afirma, la cosa empeoró y había un ambiente congestionado, muy espeso, agresivo, subiéndose a los coches y rompiendo cosas. No fue muy agradable y, desde luego, nada popular ni sonriente, concluye; yo creo que el tipo ese de la ANC quiso jugar a aprendiz de brujo y la cosa se le fue de las manos. Aprovechando la buena temperatura, cojo la motocicleta y decido acercarme a disfrutar del sol en los pueblos de la costa sur de Barcelona. En Vilanova i la Geltrú, una funcionaria me cuenta cómo el público anda mosqueado porque su alcaldesa presidía la asociación de municipios por la independencia, pero la población sigue sin sala de cine. Mucho hablar de la cultura, me dice, pero somos sesenta mil habitantes y cuando por la tele anuncia un estreno no podemos ir a verlo en pantalla grande en pleno siglo XXI. Me cuenta que los Lauren se habían planteado una inversión para reabrir salas allí, pero con los últimos sucesos toda la iniciativa se ha detenido. Sitges, con la mitad de población tiene incluso festival de cine, concluye, y hasta Valladolid con trece mil habitantes tiene la Seminci mientras que nosotros aquí hacemos el paleto.

En el paseo marítimo de Sitges, otro gran mentidero de la zona, un anciano muy catalán me dice que ya no se cree nada. Que lo que le queda de vida va a dedicarse a disfrutar para sí mismo y pasar de todo esto de la política. Cinco kilómetros tierra adentro, en la población agrícola de Sant Pere de Ribes, los cachorros jóvenes siguen haciendo pintadas por la república catalanista antisistema ante los restaurantes de lujo. Todos se hallan en compás de espera: esperando un cine, la república o la Parca. Hasta final de mes, cuando habrá que decidir si respetamos la ley o nos la saltamos de nuevo. Y volvemos a empezar con tonterías como un presidente regional por internet.