Estados Unidos

Tensa ceremonia: Regreso al futuro pasado

El magnate rompió la tradición al no saludar a los Clinton al llegar al estrado, hizo el recorrido a pie por la calle Pensilvania como Obama, quién no aplaudió el discurso y mantuvo el gesto serio

Donald Trump y su esposa Melania se bajaron del coche y caminaron unos metros cerca del hotel que el presidente posee en Washington
Donald Trump y su esposa Melania se bajaron del coche y caminaron unos metros cerca del hotel que el presidente posee en Washingtonlarazon

El magnate rompió la tradición al no saludar a los Clinton al llegar al estrado, hizo el recorrido a pie por la calle Pensilvania como Obama, quién no aplaudió el discurso y mantuvo el gesto serio.

De pronto era 20 de enero de 1961. Ahí camina Jacqueline Kennedy, de azul celeste y guantes. A los pocos minutos, cuando cesa la fanfarria de la banda, con el cielo amortajado y América arrodillada delante del televisor, aparece su apuesto marido... Esto... ¿Donald Trump? Efectivamente, el hombre que saludó a sus seguidores, susurró a la cámara y descendió las escalinatas del Capitolio bajo la estupefacta mirada de Barack Obama, George W. Bush, Bill Clinton y Jimmy Carter. No era el príncipe que cayó en Dallas, sino un paisano de pelo color mostaza que prometió devolver todo, nuestras fronteras, nuestra riqueza, nuestro país. A quién piensa reintegrarlo y dónde lo encontrará, en el supuesto de que EE UU repose dormido en algún sótano, pertenece al dominio de lo paranormal, territorio en el que el nuevo presidente parece amancebado sin remedio.

«Llegó la hora de la acción», gritaba un Trump más y más ronco, a mitad de camino de un entrenador de baloncesto en un «college» del Medio Oeste que animara a una grey vapuleada por el rival y un pastor presbiteriano, seguidor de Charles Lindbergh, que prometiera un paraíso a tono con las mejores pesadillas incubadas en los años treinta del siglo XX. Conviene anotar que no saludó a los Clinton al llegar al estrado. Rompía así con la tradición. Tampoco mencionó a Hillary durante su discurso. «Qué maleducado», musitaron los comentaristas políticos, ignorantes de que la vulgaridad es, en efecto, la cualidad más apreciada del nuevo presidente. Sea incorrección o franqueza, alguien, desde la multitud, pidió que encierre a Hillary. Que enchirone a su rival y tire las llaves al Potomac, y a ser posible que la acompañe la casta, los abogados, los políticos, la prensa, y cuantos no creyeron en la victoria del más grande, dudaron de su infinito patriotismo y pronosticaron que aquella campaña surrealista sólo podía acabar bien si el electorado votaba empapado de ponche de ácido lisérgico.

La ceremonia más tensa discurría con la alegría habitual fuera de juego. El miedo que podía detectarse en las calles fue inversamente proporcional al entusiasmo que relampagueaba en los ojos del presidente electo. Era un poema contemplar a Michelle Obama en el podio. A juzgar por la presión que ejercían sus mandíbulas parecía rumiar cada una de las veces en que el constructor de Queens dudó de la nacionalidad de su marido. Barack, entre tanto, sonreía con el rictus del jugador del póquer que pierde casa y fortuna sin perder la compostura. También podía haber llorado. Igual que George W. Bush. El panorama que dibujó Trump en su discurso, en clara alusión al legado de los dos anteriores presidentes, fue desolador. Ciudades arrasadas por el crimen. Barrios empobrecidos por la ola globalizadora. Unas empresas desleales, que repartieron la riqueza americana entre los mexicanos, los vietnamitas y los chinos. Unas infraestructuras deslomadas. Una nación con el espinazo roto y una ciudadanía saqueada por los peces gordos de Washington. Una frontera porosa a cuantos sinvergüenzas, lunáticos y terroristas sientan el capricho de cruzarla... El apocalipsis. ¿Y la unión? ¿La diplomacia? ¿La imprescindible dosis de sopor que todo discurso institucional requiere a fin de sortear la envenenada tentación del mitín? Ausentes, como cualquier otro vestigio de la, uh, vieja política.

Menos mal que llegó él. Para ordenar el caos y recibir, sobre el abrigo abierto y la corbata carmesí la bendición de la lluvia, que resbalaba ciega mientras lo jaleaba una multitud de cerca de 900.000 personas (menos de la mitad de las que asistieron al juramento de Obama en su primera legislatura). Un poco más lejos hubo contenedores volcados, lunas rotas y pintadas en las fachadas de algún banco. Un poco después, ya investido, Trump acompañó al ex presidente, el ex vicepresidente y sus esposas hasta la limusina que se llevaba a los Biden y el helicóptero reservado a los Obama.

Después del acto solemne, tocaba el desfile por las calles de Washington. Esa litografría de confeti para sellar un día histórico. Había emoción genuina en la gente agolpada al paso del presidente. Una multitud ondulante que explica su entusiasmo con una hoguera de vítores mientras Melania, azul Jackie, miraba embelesada a su marido. No era el gentío que recibió a Obama, pero sobraba para que Trump confirmara que, efectivamente, lo suyo no era un sueño.

Que Dios, o en su defecto Mike Pence y el resto del gabinete del presidente, iluminen sus pasos. Que empiece el espectáculo.