Estados Unidos

Yo soy la verdad

El ganador ha multiplicado su nombre por encima de negocios ruinosos. En su primer discurso como presidente electo, abandona su tono habitual y apela a la unidad nacional para superar la división.

Donald Trump sale junto a su familia a celebrar la victoria electoral ante su entusiasmada parroquia
Donald Trump sale junto a su familia a celebrar la victoria electoral ante su entusiasmada parroquialarazon

El ganador ha multiplicado su nombre por encima de negocios ruinosos. En su primer discurso como presidente electo, abandona su tono habitual y apela a la unidad nacional para superar la división.

Donald Trump se estrenó como presidente electo de Estados Unidos dejando de lado su habitual tono incendiario y llamando a unir el país tras una dura campaña electoral. «Ahora es el momento de que Estados Unidos cierre las heridas de la división», dijo Trump en su primera comparecencia como vencedor, en un céntrico hotel de Nueva York. Arropado por su familia sobre el escenario, el magnate incluso tuvo palabras amables para su rival, Hillary Clinton, a la que agradeció por llamarle para admitir su derrota y a la que felicitó por su duro trabajo en la campaña y a lo largo de su carrera.

A finales de 1978, mucho antes de que los medios perfilaran como un millonario pop, despótico pero divertido, acusado de discriminación racial, pero divertido, y misógino pero muy comercial, Wayne Barrett preparó un extenso reportaje sobre la descollante carrera de Trump, entonces un soltero millonario y noctívago de 32 años de edad. El reportaje, publicado en dos entregas en «The Village Voice», era un inteligente trabajo de minería de datos: Donald Trump, la construcción y las conexiones corruptas en la ciudad de Nueva York. Barrett consultaba archivos sobre juicios y concesiones inmobilarias en una apartada sala de la Corporación del Estado neoyorquino para el Desarrollo Urbano. Investigaba los amaños en la compra del hotel Commodore, la primera operación relampagueante de «Trump, el chico». En la sala había un teléfono que comenzó a sonar. El periodista dudó si levantar el auricular. Lo hizo y una voz le inquirió: «Oye, Wayne, soy yo, Donald. Escucha: sé que tú has estado investigando en la ciudad, preguntando un aluvión de cuestiones negativas sobre mí. ¿Cuándo vas a hablar conmigo?», preguntó. «Estoy dando vueltas», replicó Barrett.

Trump se citó con él y empleó los dos resortes que ha utilizado en su candidatura a la presidencia: visón y látigo. «Yo he denunciado un par de veces por libelo. Roy Cohn –el antiguo ayudante del senador McCarthy– es mi abogado en ambos casos. He ganado uno y el otro está pendiente. Me ha costado 100.000 dólares pero ha merecido la pena. He arruinado a un escritor. Tú y yo somos amigos, pero si tu historia daña mi reputación, quiero que sepas que te demandaré». Entonces Trump esbozaba una sonrisa, antes de concluir: «Pero todo va a salir bien. Nosotros seguiremos juntos después de que la historia se publique». Al saber que Barrett vivía en una casa de Brownsville, Trump se ofreció a conseguirle una vivienda en Manhattan.

Al paso de los años, Trump fue multiplicando su nombre por encima de los negocios ruinosos y sus cientos de miles de «muertos-económicos» en los armarios. Alentado por su popularidad, desde mediados de los noventa comenzó a coquetear con la política: constante en sus intereses, siempre fue el ferviente republicano que financiaba a los demócratas, esperaba sus concesiones u ordenaba campañas de difamación cuando resultaba necesario para la caja. Aunque a diferencia del dictum mafioso, para Donald J. las operaciones no sólo eran negocios, siempre implicaban algo personal: A punto de entrar en el siglo XXI, era mucho más que un «businessman» multidisciplinar. Tras veinticinco años en las portadas, se había completado como la celebridad principal del mundo de los negocios en América. Cargaba con un enorme rechazo, pero era rentable para su ego descomunal y, todavía más, para los intereses pantagruélicos de los medios de comunicación. Habiendo amonedado su apellido, en las primarias de 2000 testó su fortaleza como candidato de un tercer partido, el Partido Reformista, más radical y ácrata que el Republicano. A su molde político todavía le faltaban unos martillazos, pero aprovechó la tentativa para publicitar sus divisiones (libros, encuentros, viviendas) y, al cabo, para promocionarse él, la cabeza de Medusa.

Con todo este azaroso bagaje, la cocción presidencial de Donald J. se enciende en 2004. Ese año, el empresario comienza su labor como presentador de «The Apprentice» (El Aprendiz). La NBC ve en él al conductor ideal de un concurso en el que se premia la destreza para dirigir una empresa con un empleo anual en uno de los negocios de la Trump Organization. «El Aprendiz» era una «business version» de otros formatos como «Operación Robison» y «Big brother». La «intro» de «El Aprendiz» promocionaba a un personaje engreído, de modales estridentes, despótico y sádico.

La temporada completa de «El Aprendiz» se rodó en un mes y estuvo emitiéndose 13 semanas. La final la vieron 27 millones de telespectadores y el retorno publicitario lo catapultó como el programa más rentable de la NBC.

«El Aprendiz» trajo nuevos bríos a un personaje faltón y altivo. En más de cuarenta años de longevidad, su personaje ha sufrido subidas y bajadas, pero nunca ha estado en el desván, arrumbado en el pasado. A medida que cambiaba el entorno, el concepto de celebridad fue expandiéndose. Trump es anterior a esa variedad tan rentable de las estrellas de la nada, pero esta vacuidad también la ha sabido exprimir como un limón. Olvidó el decoro, apostó por la exhibición permanente de su mundo y entregó su vida en lacrarse el sello de celebridad.

Con este pasado y un presente todavía más elástico, en junio de 2015, una vez que decidió no renovar su contrato con la NBC para la inminente temporada de «The Apprentice», Trump convocó una conferencia de prensa en su Torre de la Quinta Avenida. Allí, entre mármoles salmón –«un color de mármol que no has visto nunca, Compré una maldita montaña», dijo en una entrevista– anunció que iba a competir en las elecciones primarias del Partido Republicano para la candidatura a la presidencia de Estados Unidos. Lo hizo con un discurso en el que sonaron estas palabras: «Sólo lo hago por mí. Voy a cumplir 70 años y no quiero que dentro de diez mire hacia atrás y me reproche: ‘¡Oh, pude haberlo hecho!’». Estaba rodeado de sus hijos, de sus nietos y de su actual mujer, Melania, una ex modelo eslovena de la que resume su perfección asegurando que sólo la ha visto ir al baño cuatro veces en tres años. Ahora que las grandes cadenas han jugado tan perniciosamente con el interés común, la ficción televisiva se ha convertido en la realidad institucional. Mr President, gracias a los nuevos usos de la comunicación, ya puede decir: «Yo soy la verdad».