Alfonso Ussía

Sobredosis de odio

La Razón
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El odio desfigura cuando se acumula con los años. Reparen en «Wyoming», que empieza a parecerse a su caricatura. Y presten atención a Manuela Carmena, que hasta sonriendo, deja adivinar el desamor y el enconamiento, y espero que no surja la errata de la «eñe». La llamada Ley de la Memoria Histórica, escrupulosamente respetada por Rajoy en estos cuatro años de legislatura con mayoría absoluta, es una Ley promulgada por el odio. Rajoy la ha mantenido por indolencia, por infección arriolera o por mera correntía. Eso, la correntía, la fórmula más armónica y melódica que tiene la colitis para ser mencionada.

La Ley de la Memoria Histórica, la Ley del odio y la revancha, no pretende hacer justicia a los grandes personajes, que los hubo, de las izquierdas que perdieron la Guerra. Su único fin es el de ocultar los crímenes del socialismo, del comunismo y del anarquismo. Al final de la Guerra, con ellos de verdugos y de víctimas, porque se liaron a tiros los unos con los otros dando muestras, como poco, de una muy mejorable educación.

Una comisión a la que pertenece una nieta de Fidel Castro, recomienda al Ayuntamiento de Madrid de Carmena y Carmona –sea recordado el bandiblú del PSOE que permite la aplicación de la venganza– y no lo hace con rigor histórico. Una ley de la memoria Histórica sin rigor histórico es como una Ley de la Energía Nuclear a quien se encomienda su estricta aplicación a una comisión presidida por Karmele Merchante. Después del ridículo, reconocido por el propio Ayuntamiento, de descolgar y retirar una placa en el cementerio de Carabanchel en memoria de ocho seminaristas de los Siervos de Dios amablemente fusilados por un pelotón del Frente Popular, las próximas placas en caer son dos que recuerdan a don José Calvo-Sotelo, asesinado por la Guardia de Asalto –el disparo en la nuca se lo regaló un guardia socialista al servicio de Indalecio Prieto–, que nada tuvo que ver con Franco. Calvo-Sotelo fue asesinado por ser el Jefe de la Oposición parlamentaria, por su enorme brillantez, por su capacidad de aglutinar al sector conservador, por su gran valentía y porque así lo anunció Dolores Ibárruri en el mismo Congreso de los Diputados. Asesinado con anterioridad al Alzamiento. Por ello, la retirada de sus placas nada tiene que ver con la Ley de la Memoria Histórica. Se trata de un acto de prevaricación consolidada en el odio. La nieta de Castro se ha equivocado ya en diferentes ocasiones, pero de algo tiene que vivir la criatura hasta que perciba la parte correspondiente a la multimillonaria y revolucionaria herencia que le va a dejar «Abu».

Junto a los Nuevos Ministerios se alzan los monumentos a Indalecio Prieto y Largo Caballero. Muchos españoles padecieron su cínica crueldad. Largo Caballero estaba al corriente de todas las atrocidades que se cometían a ciudadanos cuyos únicos delitos eran los de ser cristianos y de derechas. Y esos monumentos, después de treinta años de exhibición pública, no han sido objeto de ninguna salvajada, ni de pintadas groseras, ni de intentos de mutilación. España tiene que aprender y acostumbrarse a convivir con su Historia, no a sustituir una por otra a capricho del poder. Sean bienvenidos al reconocimiento y la memoria de todos aquellos que fueron olvidados durante el régimen anterior. Pero hay sitio y lugar para todos. La ley de la Memoria es la revancha de un necio que continúa vigente por la cobardía de un acomplejado. No es una ley. Es un código abierto a la injusticia desde la profundidad del odio. Y el odio se contagia en todos los sentidos.