Guerra de Kosovo

Todorov y la tentación del bien

La Razón
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Con ocasión del fallecimiento de Tzvetan Todorov, bueno será evocar algún aspecto de su fértil pensamiento. De entre todas sus obras, la que más me ha impactado es su indagación sobre el siglo XX en la que, con el acompañamiento de quienes dejaron testimonio de la experiencia totalitaria, reflexiona sobre la memoria del mal y la tentación del bien. El mal es, sin duda, el gran tema, el asunto que invade nuestra existencia porque anida en la naturaleza misma del ser humano. Es cierto que nos revelamos muchas veces contra él, especialmente si hemos sido testigos de su destructora presencia; que nos resulta dolorosamente inabordable porque, al reconocerlo, nos encontramos a nosotros mismos; que preferiríamos arrojarlo al abismo de lo inhumano porque, de ese modo, dejaría de avergonzarnos. Pero, recuerda Todorov, «bien y mal cohabitan en la misma persona». Más aún, a quienes han sido víctimas del mal, «esta experiencia no las inmuniza contra la posibilidad de que desempeñen ellas mismas, más tarde, el papel de malhechores», de tal forma que su sufrimiento –esa trágica manera de llegar al conocimiento íntimo de la condición humana– «no les confiere ninguna virtud duradera». Tal vez convendría recordar siempre esto en un mundo como el que ahora vivimos, en el que la exaltación de las víctimas, de cualquier tipo de víctimas –del terrorismo, de la guerra, de los accidentes, de la pobreza–, se ha convertido en un valor justificativo, muchas veces irreflexivo, de cualquier tipo de acciones para evitarlas. Es decir, como apunta con agudeza Todorov, de la tentación del bien.

Ésta, la tentación del bien, constituye el fundamento de la invención del derecho de injerencia de unos Estados en los asuntos de otros en nombre de unos valores universales. La injerencia no es nueva en la historia, como atestiguan la expansión del Islam, las Cruzadas, la conquista de América y tantos otros acontecimientos. Pero adquiere un nuevo cuño con ocasión de las guerras yugoslavas, singularmente en Kosovo, aunque no fuera invocado en ninguno de los dos genocidios –el de Camboya y el de Ruanda– que acontecieron en el último cuarto del siglo XX. Kosovo fue otra cosa, fue la trágica experiencia de los bombardeos humanitarios que después se extenderían sobre más países y en otras circunstancias, siempre con terribles resultados de muerte y destrucción entre los civiles ajenos a los conflictos. Todorov advierte contra esta tentación del bien porque tanto sus medios como sus fines son criticables: «Querer erradicar la injusticia de la superficie de la tierra –señala– es un proyecto que coincide con las utopías totalitarias en su intento de hacer mejor a la humanidad y establecer el paraíso». Y, sin embargo, las guerras civiles, como en Kosovo, están llenas de dolor. Es a ese dolor al que debe atenderse, dice Todorov, pues «el que sufre tiene derecho a ser socorrido» y «nosotros sólo podemos tener un deber de asistencia». Es ésta la lección que aún no hemos aprendido. Ahí está la tragedia Siria para atestiguarlo.