Joaquín Marco

Catalunya mágica y profunda

La Razón
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Es muy probable que buena parte de la población esté cansada de las noticias que no llegan a serlo, sino anuncios de otras que reiterarán otras sobre Catalunya (también muchos catalanes). Pero me temo que nada va a finalizar el próximo día 2 de octubre. El independentismo de una parte de la población es irremediable y su disminución o influencia tan sólo decrecerá si el resto de España observa el fenómeno con menos prejuicios, de forma más abierta, sin atávicos rencores. En cuanto puede, Susana Díaz se entremete, sin acabar de comprender, tan sólo para meter un dedo en el ojo de su compañero Pedro Sánchez. La pasividad del Gobierno, salvo algunos frustrados intentos de la vicepresidenta, tampoco contribuye a disipar las nieblas, a borrar fantasmas, algunos sin sentido, que aparecen y circulan por el antiguo Principado. El independentismo ha calado en las promociones más jóvenes, cuya ignorancia sobre España sólo es equiparable a la de tantos españoles que, como parte de los turistas extranjeros, creen que Catalunya es Barcelona o sol y playa e ignoran realidades que demandan una reflexión histórica y social, adentrarse en sentimientos que se enraízan al margen de los hechos históricos factuales. ¿De qué sirve aferrarse, en estas circunstancias históricas, a conceptos evanescentes y contradictorios como nación o patria? Tampoco el marco europeo acaba de asumir elementos tan complejos y hasta íntimos. Difícilmente pueden entenderse personajes como el gerundense y actual President o la deriva de Convergència o el papel de Esquerra o la ola anarcoide que subyace en la CUP y en tantos partidos políticos catalanes sin, al menos, entrar en la complejidad de un país que defiende con tenacidad algunas de sus tradiciones. Entre los tradicionales «seny» y «rauxa» se eligió este último concepto.

Hay que remontarse hasta quienes bucearon en el folklore –perdido ya en la conurbación barcelonesa, ciudades mestizas y de aluvión como todas las grandes urbes -Joan Amades y su «Costumari Català- sin tratar de indagar elementos mágicos o místicos o fruto de templarios, como hicieron Miguel Aracil o Carlos Mesa, aunque merezcan ser recordados. A cuarenta y cinco minutos en coche desde Barcelona, por ejemplo, se halla Vic, una población vinculada no hace tanto tiempo al catolicismo más conservador, «la ciudad de los santos» la denominó un narrador catalán del «noucentisme». Alberga ahora una inmigración de color y otra de origen marroquí que se mantienen casi siempre alejadas del centro y tal vez mal integradas, aunque los jóvenes de estas comunidades hablen ya catalán. En estos días alberga una Universidad de verano y el próximo curso inaugurará su propia Facultad de Medicina. Fue capital del pensamiento conservador con Jaime Balmes que, tal vez, siga inspirando a Mariano Rajoy. Pero su conservadurismo ancestral ha favorecido también el independentismo. En las carreteras próximas se alzan, arrogantes, las «esteladas» que pueden observarse en buena parte de las casas del centro de la población. Vic se ha convertido en el referente del independentismo tradicional, heredero del catalanismo. Estos procesos no acostumbran a tener marcha atrás y es preferible asimilarlos de forma imaginativa antes que combatirlos con decretos-ley y amenazas. Europa hubiera podido ser la gran manta que los hubiera cubierto, pero el proyecto integrador no ha logrado alcanzar una madurez suficiente. Los habitantes de Vic, que ahora celebra una de sus varias Fiestas Mayores, se sienten europeos a la vez que defienden su identidad, su condición de capital agraria, pese a que en sus alrededores se han concentrado pequeñas empresas industriales de toda índole.

Los espectáculos que se ofrecen en esta Fiesta Mayor de finales de junio e inicios de julio mantienen incólumes la tradición de los gigantes y cabezudos que, a horarios diversos, aprovechan para situarse frente a la plaza de la catedral –fachada neoclásica, aunque torre románica muy restaurada–. En la colindante, frente al Museo, que bien vale una visita, se organizó con orquesta propia, una noche de danzas griegas. Apenas si había público, pero Vic deseaba así sentirse mediterránea. Antes, habían actuado los «correfocs» y su dragón chispeante ante un amplio público o se habían bailado danzas que recordaban, ya convertidas en populares, bailes dieciochescos de salón. La Cataluña interior equivaldría a la América profunda, aunque sin los achaques reaccionarios que tan bien representa Donald Trump. Posee rasgos de un mestizaje histórico que intenta descubrir sus señas de identidad en la tradición mágica. Montserrat, la montaña insignia, no queda tan lejos y el peso de los conventos –y hasta el templo romano– no resta ausente, como la sombra de Jacint Verdaguer. Intentar desentrañar la esencia de esta Cataluña mágica y profunda le ocupó a Josep Pla toda su vida, la cargó de nostalgia Ferrater Mora en el exilio, acorde con sus conocimientos filosóficos, y ocupó el tiempo del inolvidable J. Vicens Vives. Aquel diálogo madrileño-catalán de los años de la restauración democrática, con Aranguren, Tovar o Laín Entralgo, en un Sitges, todavía sin invasión turística, se evoca con nostalgia. Catalunya ha pasado a erigirse en «el» problema irresoluble. Hay un pesado diálogo de silencios que convendría romper con valentía y sin amenazas. Observamos no sin estupor de qué modo se enconan las posiciones, que se entienden irreductibles y lo serán, tal vez, durante largo tiempo. No es problema de un referéndum más o menos, sino de intentar asumir sin anularla una realidad profunda que va más allá de la política partidista.