Medios de Comunicación

Prepublicación de «La verdad está equivocada» de Nacho Abad

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Prepublicación de «La verdad está equivocada» de Nacho Abadlarazon

Reproducimos un capítulo de esta novela, que narra la desaparición de una joven escritora y la posterior investigación

«Desde que una periodista le había llamado para preguntarle por el caso, Pazo Quintans supo que debía hacerse con la inves­tigación. En cuanto se percató de la trascendencia de la informa­ción, abandonó el sofá donde dormitaba la siesta con una de esas soporíferas películas de sobremesa de fondo y corrió al or­denador a ampliar los datos. La noticia, publicada en La Razón Digital, estaba firmada por Loyola Cardenal e incluía un vídeo completo de la detención de Valentín. Era la noticia más vista del periódico y eso que solo llevaba una hora colgada. El resto de medios se fueron haciendo eco en cascada de la noticia ade­lantada por Loyola, quién si no. Joaquín supo a quién debía pedirle el caso.

–Espero que sea importante, porque es Jueves Santo –le recordó en tono serio el comisario general de Policía Judicial al descolgar.

En cuanto le hubo narrado la noticia a grandes rasgos, esgri­mió ante su jefe la necesidad de que la Unidad Central capita­nease la investigación.

–Mis hombres son los mejores. Nuestro porcentaje de re­solución es del cien por cien. Además, este caso va a ser carne de cañón para la prensa y sabe lo bien que me manejo con los pe­riodistas. No se olvide de que el detenido se codea con las altas esferas y hay riesgo de que salgan cosas a la luz. Ya me entiende. Mejor alguien de confianza al mando. ¿No cree?

Su jefe quedó en devolverle la llamada. Mientras, Joaquín se empapó de las noticias que aparecían en las webs de los periódi­cos. Faltaban pocos minutos para las cinco, cuando sonó el móvil.

–El caso es tuyo, pero, te lo advierto. No la cagues. Me tie­nes al tanto de todo y si esto salpica hacia arriba, ya sabes lo que has de hacer.

Joaquín cerró el puño en gesto de triunfo.

–Eva, lo tengo –dijo a su mujer, entrando abruptamente en el salón.

Apagó el televisor y se sentó a su lado en el tresillo. Los pár­pados de ella se abrieron hasta la mitad y se volvieron a cerrar. Quería seguir durmiendo.

–Despierta y escúchame –insistió–. En la Comisaría de Huertas acaban de detener al hijo de un torero famoso por la desaparición de su mujer, una conocida escritora. Parece que puede haberla matado.

–No me digas. –Aquello la despertó de golpe. Los pocos datos que le había dado habían espabilado su interés–. ¿Cómo se llaman? –preguntó, incorporándose.

–Él, Valentín Monaster. No me he quedado con el nom­bre de ella.

–¡Guadalupe Romero! –exclamó la mujer–. Pero si su bo­da salió en el ‘‘¡Hola!’’ Ella es guapísima. A su enlace acudió la flor y nata de la alta sociedad. Hubo hasta miembros del Gobierno. Celebraron el banquete en su finca, donde construyeron una es­pecie de isla en medio de cientos de árboles iluminados con luces de colores. Fue algo espectacular. Debo de tener por ahí guarda­da la revista. ¿No te acuerdas? –le espetó en tono de reproche.

–Pues no, la verdad –reconoció Joaquín, que solo pasaba las páginas de las revistas mientras esperaba en la consulta del dentista o en la peluquería.

–¿Ha desaparecido? – retomó el tema intrigada.

–Eso parece –confirmó su esposo–. El jefe quiere que me encargue de la investigación.

Eva estuvo a punto de protestar, pero retuvo la queja entre los dientes. De nuevo su marido se pasaría días fuera de casa, sin horarios ni rutinas. Lo odiaba, pero se contuvo. Sabía que él se entretenía investigando y este caso tenía como ventaja que era de gente conocida. A ella le gustaba ser la primera en enterarse de todo. Cuando Joaquín le contaba las tripas de la investiga­ción, ella le prometía y le juraba que no lo comentaría con na­die, «secreto sumarísimo», le decía, pero cuando quedaba con las amigas para tomar café, bajo la firme promesa de confiden­cialidad que le hacían todas, se prodigaba en detalles. Le encan­taba comprobar cómo la escuchaban con atención.

–Me parece muy bien, cariño –le animó ella–. Seguro que lo resuelves y así se dejan de tanta medalla roja y te dan por fin la de plata. –También significaban ingresos mensuales extras, pero eso no lo dijo.

A Joaquín le sedujo aquella idea. Le quedaban pocos meses para jubilarse y, si resolvía el caso, además del prometido ascen­so a comisario principal, le condecorarían estando todavía en activo. Aunque lo que más le interesaba era la proyección pú­blica, el interés de los medios de comunicación. Llevaba meses dándole vueltas a la idea de hacerse jefe de seguridad de alguna gran empresa. No se imaginaba su vida sin trabajar, todo ocio. La publicidad le vendría bien para conseguir trabajo. A cual­quier gran corporación le apetece que su máximo responsable en seguridad sea un policía de prestigio y encima famoso. Se re­lamió con aquella idea.

–Eva, ya sabes que yo con resolver el caso me conformo.

–Eso es lo que te hace tan buen policía, que te centras solo en encontrar la solución.

Los dos sabían que estaban mintiendo.

Joaquín llamó a su equipo por teléfono. Tomás Sobrino era el único que estaba disponible en aquel instante. Le pidió que fuera a recogerlo a casa y que llevara TIFUS con él. Nunca se sabía en qué momento iban a necesitarlo. Al resto les ordenó que espabilaran. Los quería a todos dispuestos en la Central en un par de horas. Treinta minutos después, Sobrino esperaba en la puerta de la casa del jefe.

Pazo Quintans hacía años que había dejado la calle y se ha­bía instalado en un despacho. Se le notaba en la cara, inflamada y sonrosada. A pesar de la abundante barba canosa no conse­guía disimular el escalón de la papada que le ocultaba el cuello. Tampoco la amplia camisa lograba ocultar lo abultado de sus pechos, y la grasa que rebosaba por encima del cinturón. Tomás lo despreciaba tanto, como pánico le tenía. El asco nacía del he­cho de que él creía que un policía siempre debía de velar por mantener una buena forma física. Daba lo mismo el cargo, si cazabas a un ladrón in fraganti había que perseguirlo hasta de­tenerlo. Agilidad, destreza, rapidez y fuerza eran adjetivos que el comisario Pazo Quintans jamás había conocido. Él alardeaba de no necesitar nada más que su cerebro: una mente despierta e inteligente podía suplir cualquier carencia, decía.

–A la Comisaría de Huertas, echando leches –ordenó Pa­zo nada más subirse al coche. Ni un saludo. Ni siquiera lo había mirado.

Tomás apretó la mandíbula y condujo. La velocidad le per­mitía sofocar la ira que le provocaba trabajar a las órdenes de aquel ser inmundo. Mientras revolucionaba el vehículo y cam­biaba las marchas con violencia, recordó la leyenda que envol­vía al comisario. Decían que aprendió durante el franquismo a entrar a hurtadillas en los armarios de los compañeros, donde cada uno guardaba sus muertos. Primero fue la facilidad de pa­labra, saber escuchar a los policías cabreados, meter la mano en cajones ajenos a altas horas de la noche, hasta que, con todo tipo de tejemanejes, fue nombrado jefe de la Unidad de Asuntos In­ternos. Allí la mierda se movía como si fueran maletas en las cintas del aeropuerto, en un flujo constante. Había para todos los gustos, de la que llamaba la atención o de la que pasaba desapercibida. En sus casi veinte años al frente de la Unidad, poca de esa misería se convirtió en expediente sancionador. Los hubo, pero solo cuando los medios de comunicación ventilaban el he­dor, cuando los policías afectados estaban en la base del escala­fón y poco podían servir para sus intereses o cuando era políti­camente rentable. En el resto de los casos, el comisario Pazo Quintans cavaba un agujero en el suelo y tapaba las pruebas, pero jamás las destruía. Hacía copia de cada expediente, lo guar­daba en una caja de seguridad de un banco y luego, con sutileza, se lo hacía saber al interesado. Nunca amenazaba, nunca presio­naba, pero generaba un inmenso temor. Su leyenda fue exten­diéndose. Policías de mayor graduación que la suya acabaron acudiendo a su despacho a mostrarle sus respetos y pedirle fa­vores. Era un padrino uniformado. En realidad, todos lo odia­ban, pero su capacidad para almacenar secretos lo había cata­pultado en su carrera. Podía alardear, sin errar, de que no había otra pechera de la que colgaran tantas medallas, rojas y blancas, al mérito policial. Había hecho desaparecer grabaciones telefó­nicas en las que los delincuentes compraban la voluntad de compañeros suyos, encubierto prevaricaciones, falsedades en documentos, papeles que probaban amenazas, coacciones, trá­fico de drogas y robos a camellos de todo pelaje. Tomás lo odia­ba, pero había aprendido a disimular.

Germán regresó al despacho acompañado.

–Éste es el subinspector Antonio Vila –presentó.

–Bienvenido al equipo –lo saludó Joaquín.

Tomás levantó la mano.

Con Vila presente, Carrasco realizó un brevísimo resumen de lo ocurrido en las últimas horas.

–Queda mucho por hacer –se quejó Tomás cuando hubo acabado de escuchar.

–Si nos hubierais dado tiempo lo habríamos terminado noso­tros –se defendió Germán–. Mis chicos y yo no hemos parado.