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Quedarse helado

La Razón
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Desde que la tecnología ha invadido el campo de los juegos, el mítico tres en raya se ha convertido en una adicción disfrazada de golosinas («Candy Crush»), joyas («Bejeweled») o taquilleras películas («Frozen Free Fall»). El objetivo siempre es el mismo, colocar tres elementos iguales en una línea para conseguir que éstos desaparezcan y así «limpiar» la pantalla de turno hasta que ésta quede vacía y así pasar de nivel. El problema con ellos es que crean una adicción tan grande que no desaparecerá ni en la próxima glaciación. Nuestro cerebro, al igual que un sheriff del lejano Oeste, funciona por recompensas. Ese es el mecanismo detrás de todas las adicciones: la mente se aficiona a recibir una retribución en forma de serotoninas, oxitocinas u otras secreciones que nos hacen sentir bien y cada vez buscamos más de ese chocolate hormonal. Y cuanto más tiempo pasa, mayor es la dosis que necesitamos.

Pero al contrario de lo que sucede con el bidimensional tres en raya, «Candy Crush» o «Frozen Free Fall» tienen truco. En este último juego, por ejemplo, si unimos cuatro elementos idénticos, se transforman en cristales que barren una fila o una hilera completa. Y si resultan, por arte de birlibirloque, ser cinco los elementos, la mutación toma la forma de un glaciar y todos los símbolos de la pantalla, estén o no en la línea, se esfuman. Cuanto mayor es la complejidad, más se valora la recompensa.

Pero los desarrolladores de videojuegos saben cómo funciona nuestro cerebro. Si el nivel de dificultad se mantuviera siempre igual, se aburriría y lo abandonaría. Por ello, cada nueva etapa es más difícil que la anterior y sobrepasarla aporta la dosis justa y necesaria de hormonas para mantenernos congelados frente a la pantalla. Nuestra mente pasa por los primeros niveles deslizándose, casi esquiando, pero a medida que se asciende en dificultad, los obstáculos son mayores y la emoción por atravesarlos produce una creciente sensación de omnipotencia y, al mismo tiempo, una constante inquietud por saber lo que sucederá en el siguiente reto. Eso estimula el deseo de continuar. Por ello la gran mayoría de este tipo de juegos no tienen un final. Siempre hay un nivel superior, una cima más alta a la que llegar. Es esta combinación de premio-incertidumbre la que espolea al cerebro a engancharse y, como ocurre en el caso de la peli de Disney en la que se inspira, nos quedamos atrapados en un mundo que nosotros mismos inventamos.