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Libros

De Elvis a Einstein: las cartas que deberíamos leer

Un libro recoge algunas de las grandes joyas del género epistolar, desde la Antigüedad hasta casi nuestros días

Primera página de la carta de Elvis a Nixon National Archives

Probablemente el nombre de Shaun Usher no les diga nada, pero es un genio, alguien que tiene desde hace años la santa paciencia de recopilar las mejores cartas de todos los tiempos. Desde su blog «lettersofnote» ha logrado rescatar esa pasión por los epistolarios escritos a mano o a máquina, debidamente enviados en un sobre con su respectivo sello y con el objetivo de comunicarse con alguien y, quién sabe, incluso iniciar un diálogo interrumpido. Salamandra ha tenido la buena idea de publicar una nueva entrega de la encomiable labor de Usher bajo el título «Nuevas cartas memorables». El volumen recoge todo tipo de cartas, un total de 115, escritas por nombres como los de Oscar Wilde, John F. Kennedy, Charles Schulz, Tom Hanks, Albert Einstein, Leonardo da Vinci, Virginia Woolf, María Estuardo o Elvis Presley. Estamos ante una delicia de libro, una de esas lecturas que nos gustaría que no acabaran nunca, además de una entusiasta reivindicación del género epistolar en todo su esplendor.

Todo ello ocupa una línea temporal que nos permite viajar por carta desde la Antigüedad a nuestros días, creando una comunicación que ahora parece en peligro de extinción gracias a los ordenadores y los teléfonos móviles. Afortunadamente tenemos a Shaun Usher para recordarnos lo bueno que es decir las cosas por carta, aunque sea de manera escueta. En este sentido, el de la brevedad, un buen ejemplo es la escritora estadounidense Shirley Jackson, autora de varias novelas, pero sobre todo centenares de relatos. En 1953 publicó «Vida entre salvajes», una suerte de autobiografía que tuvo el respaldo de la crítica. Sin embargo, no todo el mundo quedó complacido, como le ocurrió a un lector del que solamente sabemos que se llamaba Mrs. White y que le mostró su disgusto con la obra. Jackson le contestó por carta el 24 de junio de 1953 que «si no le gustan mis melocotones, no zarandee el árbol. Atentamente, Shirley Jackson».

Sigamos con esos mensajes escuetos, pero precisos por su dramatismo. El lo que ocurrió la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912 cuando el mayor transatlántico que se había puesto a navegar hasta ese momento, el Titanic, se empezaba a hundir tras chocar con un iceberg. Desde el puesto de mando se enviaron mensajes de auxilio mientras la nave, o lo que quedaba de ella, permanecía a flote. El primero de ellos fue el que recibió el SS Birma cuando quedaban veinte minutos para las dos de la madrugada. Es el último que salió completo de la sala de radio del barco. Ese S.O.S. decía «nos hundimos deprisa pasajeros subiendo a botes». Ese día murieron 1.571 personas.

Sin embargo, a veces esas llamadas de socorro dan buen resultado, aunque el soporte del mensaje sea insólito como consecuencia de las circunstancias. En el libro podemos leer lo que escribió en la superficie de un coco un joven oficial durante la Segunda Guerra Mundial, destinado en el Pacífico. Se llamaba John F. Kennedy y con el tiempo se convertiría en presidente de Estados Unidos. Antes de que eso sucediera, antes de alcanzar la Casa Blanca, el que era comandante del torpedero PT-109, nave que fue embestida por un destructor japonés. Dos personas murieron, pero Kennedy pudo llevar a los supervivientes hasta las islas Salomón. Fue allí donde grabó un mensaje en un coco: «COMANDANTE ISLNAURO NATIVO CONOCE POSIC SABE PILOTAR 11 VIVOS NECESIRO BARCO PEQUEÑO KENNEDY». Dos nativos pudieron llevar el mensaje hasta una base aliada y se logró el anhelado rescate.

Y hablando de quien está en el Despacho Oval, una de las cartas más curiosas incluidas en el libro es la que Richard Nixon recibió en diciembre de 1970, un conjunto de cinco cuartillas escritas a mano por el mismísimo Elvis Presley en papel de American Airlines. Elvis, además de rey del rock, también era coleccionista de todo tipo de insignias y condecoraciones, pero le faltaba una: la de la Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas, algo curioso si tenemos en cuenta la dependencia que en esos momentos tenía de todo tipo de pastillas. En fin. En la carta, Elvis le dijo a Nixon que estaba preocupado por lo que estaba pasando en Estados Unidos: «Señor, puedo ayudar a mi país, y para ello haré cuanto esté de mi mano. No tengo otras inquietudes o motivos que no sean ayudar a mi país. Así pues, no deseo recibir título ni nombramiento alguno. Puedo hacer más, y lo haré, si actúo como agente federal por mi cuenta, y echaré una mano a mi manera, comunicándome con personas de todas las edades. Antes que nada soy artista, pero sólo necesito una acreditación como agente federal. Voy en el avión con el senador George Murphy y hemos estado abordando los problemas a los que se enfrenta nuestro país».

Suele pasar que un escritor cuando acaba su libro busca la máxima difusión para su trabajo, algo que a veces se piensa con las mejores intenciones. Eso es lo que pensó Mario Puzo cuando puso punto y final a una novela que se convirtió poco después en un fenómeno de masas. Puzo creyó que ese libro, titulado «El Padrino», podría interesar a Marlon Brando y que podría interpretar a Vito Corleone, el protagonista de esas páginas. «He escrito un libro titulado EL PADRINO que ha tenido cierto éxito y creo que usted es el único actor capaz de representar al Padrino con la fuerza serena y la ironía (el libro es un comentario irónico de la sociedad americana) que requiere el papel. Espero que lea el libro y le guste lo bastante para ejercer el poder de que disponga para conseguir el papel».

Vamos a seguir con escritores, como Oscar Wilde que en una misiva responde a un lector sobre el papel del arte. Es interesante leer de su puño y letra que «el arte es inútil porque su propósito consiste simplemente en crear un estado de ánimo. No pretende instruir, o inducir a la acción en ningún sentido. Es estupendamente estéril y lo que define su placer es la esterilidad». Acerquémonos a una escritora, Anaïs Nin, quien en los años 40, junto con Henry Miller y otros autores, se ganaban la vida escribiendo a un dólar la página literatura erótica para un cliente conocido como «el Coleccionista». Nin acabó enfadándose y se lo recriminó al anónimo interesado en una carta en la que proclamó que «le odiamos. El sexo pierde todo su poder y su magia cuando se vuelve explícito, mecánico, exagerado, cuando se convierte en una obsesión mecanicista. Se vuelve aburrido. Nadie ha contribuido tanto como usted a que aprendiéramos que es un error no mezclarlo con emoción, hambre, deseo, lujuria, capricho, lazos personales, relaciones más profundas que cambian de color, de sabor, de ritmo, de intensidad».

Este viaje epistolar concluye aquí con un documento de primer orden, el que un hombre de paz redactó para evitar una tragedia, aunque las cosas no salieron como pretendía. Albert Einstein se dirigía al entonces presidente Franklin D. Rooselvelt para anunciarle que se podía construir una bomba atómica un mes antes de que Hitler invadiera Polonia. «Una sola bomba de este tipo, transportada en barco, al hacer explosión en un puerto, podría destruirlo por completo, junto con la parte del territorio circundante», decía Einstein quien año después definió esa misiva como «el gran error de mi vida».