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Células acorazadas de 20 centímetros pueblan el fondo de los océanos

A más de 10 mil metros de profundidad habitan los xenofióforos, células gigantes de 20 centímetros en cuyo interior acumulan altos niveles de plomo, mercurio y hasta uranio

Fotografía de un xenofióforo de 20 centímetros perteneciente a la especie Syringammina fragilissima
Fotografía de un xenofióforo de 20 centímetros perteneciente a la especie Syringammina fragilissimalarazonNOAA Ocean Explorer

Al principio, todo el mar era mar. Así fue durante mil millones de años hasta que unas pequeñas estructuras comenzaron ordenarse formando minúsculas “cápsulas”, separando el mundo exterior de su interior. Eran fosfolípidos, moléculas cuyos extremos tienen gustos opuestos. Mientras que un lado se siente atraído por el agua, el otro la repudia, es hidrofóbico, igual que una gota de aceite.

Con el tiempo esas moléculas se fueron agrupando y ordenando, como las teselas de un mosaico. Unas al lado de otras, enfilando sus partes hidrofílicas hacia el vasto mar y pegando sus partes hidrofóbicas entre sí, haciendo como una doble membrana que las protegería del agua. Pronto, la capa se curvó, cerrándose en una esfera de fosfolípidos, un tabique entre la inmensidad del océano y lo que terminaría siendo la primera célula.

Fueron necesarios muchos más pasos para que aquella “micela” pudiera llamarse célula. Necesitaba orgánulos capaces de llevar a cabo funciones básicas, pero había dado un avance decisivo, la célula estaba delimitada, existía y podía regularse al margen de lo que ocurriera en el exterior. Así pues, las células se desarrollaron, evolucionaron y crecieron, aunque no sin límites, porque si imaginamos una célula como una esfera, veremos que no todo vale.

El tamaño sí importa

Para células pequeñas, la superficie de la esfera es suficiente para intercambiar con el exterior todo lo que necesita para sobrevivir. Sin embargo, a medida que aumenta su tamaño, su interior crece mucho más rápido que su superficie y la membrana se vuelve demasiado pequeña para “alimentar” a un monstruo semejante. Son cosas de la geometría, el volumen de una esfera crece más rápido porque su fórmula multiplica 4/3 por “pi” y por su radio al cubo, Mientras tanto, su superficie responde a cuatro por “pi” por el radio al cuadrado. Como la fórmula del volumen multiplica el radio por sí mismo tres veces, frente a las dos que lo hace la superficie, cualquier cambio en el radio de la esfera se nota muchísimo más en su volumen que en la superficie; el interior crece más rápido que el exterior.

Ese es el motivo por el que, durante muchísimo tiempo, se pensó que era imposible encontrar una célula gigante. Sin embargo, estábamos equivocados. Existe un grupo de seres vivos, los xenofióforos, que están formados por una única célula de más de 10 centímetros de diámetro. Son realmente enormes para ser una célula, pero podemos apreciarlos mejor si los comparamos con las células más grandes de nuestro cuerpo, los óvulos, que miden 0,14 milímetros, 1.500 veces menos que un xenofióforo. Una diferencia que se hace incluso mayor si lo ponemos al lado de otra células con un tamaño más estándar, como los glóbulos rojos, de apenas 0.006 milímetros de diámetro. Los xenofióforos son verdaderos colosos del mundo celular, desafían lo que creíamos saber sobre el tamaño de las células. Pero entonces ¿cómo consiguen sobrevivir a su descomunal tamaño?

Como croquetas del mar

¿Cuál es el truco de los xenofióforos? ¿Cómo pueden no morir de inanición con su ridícula superficie esférica? ¡Ah! Esa es exactamente la clave. Hemos pensado en células redondas o como mucho redondeadas, pero ¿qué pasa si dejamos volar la imaginación? No todos los objetos geométricos guardan la misma relación entre su superficie y su volumen, cuando más alargados son, más se iguala la proporción entre ambas medidas. Algo así ocurrió con los xenofióforos, a medida que crecían, formaron una estructura tabicada, llena de ramificaciones que se dividían y reunificaban como una gran red en tres dimensiones, llegando a tomar formas de fantasía.

Y esto no es todo, porque igual que un país demasiado grande no puede gobernarse desde un solo punto, los xenofióforos multiplicaron su núcleo. Una estructura que podríamos comparar con el “director” de la célula y donde se esconde la información genética, el ADN. Esto eran dos soluciones tremendamente ingeniosas a problemas complejos. Sin embargo, la fragilidad de la membrana fosfolipídica fue un contratiempo que los xenofióforos “resolvieron” de una forma mucho menos… elegante.

Como solución, su superficie produce una sustancia mucosa a la que se adhieren las piedrecillas, la arena y demás detritos del lecho marino. Así forman una costra llamada “testa” que, como el empanado de una croqueta, la protegen de romperse en mil pedazos. De hecho, el mismo nombre “Xenophyophora” significa en griego “portador de cuerpos ajenos”.

Testas de Tendalia reteformis de la AB02 cruise Station S08 (Fotografía del artículo: “Five new species and two new genera of xenophyophores (Foraminifera: Rhizaria) from part of the abyssal equatorial Pacific licensed for polymetallic nodule exploration”)
Testas de Tendalia reteformis de la AB02 cruise Station S08 (Fotografía del artículo: “Five new species and two new genera of xenophyophores (Foraminifera: Rhizaria) from part of the abyssal equatorial Pacific licensed for polymetallic nodule exploration”)larazonCreative Commons

Tritón en las Islas Faroë

Los xenofióforos fueron desarrollando todas estas adaptaciones a lo largo de millones de años, poco a poco, permitiéndoles crecer sin apenas límites. Vivían en calma en el fondo del océano, hasta que John Murray atracó su barco Tritón en las Islas Faroë, allá por el 1882. El bravo mar de la costa escocesa era un lugar tan bueno como cualquier otro para el oceanógrafo. Lo que no esperaba era encontrar titanes bajo sus olas. Aquello superaba los conocimientos taxonómicos de Murray, así que decidió tomar unas muestras del xenofióforo y enviárselas a su colega, el naturalista Henry Baker.

El material era tan delicado que, cuando llegó a Baker, se había despedazado por completo. Eran como frágiles tubos de arena, y de hecho eso es lo que significa el nombre que le dieron a la especie “Syringammina fragilissima” y Baker lo relata así:

El primer xenophyophoro había sido descubierto, y aunque nos ha costado muchos intentos clasificarlo, parece que pertenecen al reino de los proctistas, como las amebas o las algas. Uno de los paradigmas de la biología celular había cambiado para siempre. Aquellas células eran mayores a lo que se creía posible, de hecho, aunque suelen medir 10 centímetros, esta especie en concreto puede alcanzar los 20.

Bio-turbación

Desde entonces no hemos dejado de descubrir xenofióforos. A principios de 2020 ya contamos con más de cuarenta especies diferentes, repartidas por todos los océanos del planeta, poblando desde los 500 hasta los 10.000 metros de profundidad. De hecho, hay tantos que algunas de sus colonias están superpobladas, llegando a contar con más de veinte individuos por metro cuadrado. Pero, siendo tantos ¿cómo impacta eso en su entorno? Ahora sabemos que los xenofióforos pueden alterar la manera en que se depositan los sedimentos que forman el fondo marino, modelando su propio mundo de arena.

Es más, recientes estudios parecen apuntar a que la bioturbación que producen revolviendo el fondo marino podría ser beneficiosa para otras especies. Algo que se sospecha por haber encontrado concentraciones de xenofióforos rodeadas de más de 3 veces la cantidad de crustaceos, equinodermos y moluscos que podríamos ver en otras zonas. Incluso su testa es útil para el ecosistema, pues parece ser que, en los periodos de crecimiento, se desprenden de algunos de sus fragmentos, los cuales, otros organismos pueden colonizar.

En cuanto a sus hábitos, en cambio, seguimos desconociéndolo casi todo. Se alimentan principalmente de detritos que rodean con unas protuberancias llamadas “pseudópodos”. Acumulando en su cuerpo altas concentraciones de sulfato de bario, plomo, aluminio e incluso uranio sin que ello parezca afectarles demasiado. Una de las pocas pistas que tenemos sobre su dieta son las grandes cantidades de lípidos de aparente origen bacteriano que guardan en su interior. Esto hace pensar que las bacterias son su plato principal, aunque la sorpresa puede estar en como las cazan. Los xenofióforos podrían encontrar estas bacterias entre los sedimentos, o lo que es todavía más interesante: criarlas en su testa, alimentándolas con los desperdicios que su moco fuera adhiriendo.

A veces, cuando se nos habla de los misterios del gran azul nos muestran ballenas y peces tropicales, animales majestuosos que saltan a la vista, pero quedan en la sombra algunas historias apasionantes de seres que, si no conoces, su aspecto les puede hacer pasar desapercibidos. Rebozados en arena y restos de alimento, los xenofióforos han mantenido en secreto su naturaleza unicelular durante siglos. Sin embargo, ya conocemos parte de lo que hay tras su testa, entendemos los retos a los que se han tenido que enfrentar para sobrevivir como una sola célula colosal, en medio de un mundo hecho a otra escala.

Solo eso ya genera sorpresa, pero no deja de ser una parte minúscula de lo que podemos llegar a descubrir en un futuro. Son formas de vida absolutamente extrañas que han encontrado soluciones diferentes a los mismos problemas a los que todos nos enfrentamos. La supervivencia las ha empujado a ser, posiblemente, una de las formas de vidas más alienígenas que tenemos en nuestro planeta.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • A pesar de lo que se suele pensar los huevos no son una sola célula, están formados por estructuras complejas dentro de las cuales se formará el embrión. La confusión viene del término inglés “egg” que significa tanto “huevo” como “óvulo”. Así pues, los xenofióforos son las células más grandes de las que tenemos constancia.

REFERENCIAS: