La Sala

El eufemístico derecho a «una muerte digna»

La mayor parte de quienes reclaman la muerte digna, reivindican afrontar el sufrimiento que una enfermedad

La magistrada Carolina del Carmen Castillo Martínez.
La magistrada Carolina del Carmen Castillo Martínez.La RazónTribunales

Mientras nuestra sufrida sociedad gestiona el duelo de una significativa parte de la ciudadanía perdida con más de cien mil muertos, la crisis económica se les ocasiona vulnerabilidad extrema y pautando el guión de terribles dramas personales, los sanitarios resisten estoicamente interminables jornadas de trabajo con frustrantes consecuencias, y tantos voluntarios anónimos generosamente ofrecen su tiempo y su esfuerzo para aportar una señal de luz a quienes ya han visto apagadas sus últimas ilusiones, en estas dos últimas semanas nuestras cámaras legislativas han dado el penúltimo paso para que España se convierta en uno de los pocos países del mundo en los que se regula la práctica de la eutanasia como un derecho individual y gratuito, aprobando una disciplina legal de la eutanasia que entrará en vigor en el plazo de tres meses -al respecto, resulta significativo que Nueva Zelanda y el Estado de Victoria (Australia), dos de los países en los que más recientemente se ha regulado la eutanasia, dispusieron un plazo de entre doce y dieciocho meses para que la nueva legislación entrara en vigor- y que, con carácter de novedad en nuestro ordenamiento, la plantea como un derecho individual, reglamentando de manera harto complicada burocráticamente esta nueva atribución jurídica subjetiva, y reconociendo la insuficiencia de la despenalización de ciertas conductas actualmente tipificadas, tales como la cooperación activa en la causación de la muerte en un contexto sanitario de grave padecimiento o el auxilio al suicidio.

Cualquier jurista es conocedor de que toda norma puede plantear cuestiones interpretativas y, en tal sentido, la que ahora consideramos no será una excepción, pero en este supuesto las dudas hermenéuticas se plantean con señalada gravedad, habida cuenta de la relevancia y del carácter irreversible de sus consecuencias. En el sentido indicado, la definición de la situación vital que jurídicamente justifica la eutanasia se diferencia con claridad de otras figuras, como el auxilio al suicidio, prestado en todo caso a quien se encuentre en buen estado de salud.

Y es que para que la eutanasia pueda practicarse el sujeto pasivo de la misma debe encontrarse en una situación vital de precariedad, concepto jurídico que la Proposición de Ley se encarga de definir amplia aunque difusamente, haciéndolo extensivo no sólo situaciones de padecimiento físico sino también a otras diversas e inconcretas que suponen un grave sufrimiento psíquico («padecimiento grave, crónico e imposibilitante» o «enfermedad grave a incurable»), reforzando, sin duda, un estereotipo social pernicioso que pivota en la idea de que la vida con limitación -o discapacidad- no es digna de ser vivida, atribuyendo la certificación del señalado «contexto eutanásico» a las denominadas Comisiones de Garantía y Evaluación, de carácter regional -autonómico-, integradas por siete miembros, entre los que se cuentan médicos y juristas -igual previsión se recoge en las legislaciones belga y holandesa-, y ofreciendo tres posibles alternativas por cuanto se refiere a la expresión de la voluntad de morir en función de que, por un lado, la persona se encuentre consciente en el momento en que concurra el señalado «contexto eutanásico» (como sucedió en el mediático supuesto de Ramón Sampedro) -en cuyo caso debe haber formulado dos solicitudes voluntarias, separadas por un plazo mínimo de quince días, que no sean resultado de presión externa alguna, bien por escrito o por otro medio que permita dejar constancia-; por otro, la persona haya suscrito una declaración de voluntad anticipada (o testamento vital) -en cuyo caso esta expresión de su consentimiento se considera una declaración de voluntad actual, resultando que si en el referido documento se nombra un representante, será éste quien emita en el momento apuntado la correspondiente declaración de voluntad, lo cual plantea dudas acerca de la capacidad proyectando sobre la norma la sombra siniestra de la eugenesia-; o finalmente, la persona no se encuentre en condiciones de expresar su voluntad, por el motivo que sea -en cuyo caso la previsión es que si un médico «responsable» certifica que el paciente «sufre una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante en los términos establecidos en esta Ley» podrá procederse a la eutanasia, siempre que lo apruebe la Comisión de Garantía y Evaluación-, resultando, sin duda, este último supuesto el más controvertido -toda vez que no concurre manifestación de voluntad alguna de la persona afectada-, a través del cual el legislador parece pretender la regularización de supuestos que acontecen de ordinario en nuestros centros sanitarios y que se resuelven, digamos, «extra legem», o sea, sin sometimiento a consecuencia de responsabilidad alguna y a criterio de la propia consideración del personal sanitario y de la particular configuración que se tenga de lo que se supone -eufemísticamente- una «muerte digna», por cierto peligrosamente extensible a recién nacidos con graves malformaciones no detectadas durante la gestación, bien de manera azarosa o por negligencia médica, y que, a juicio de quien lo valore, podría «condenar» a la criatura o a los suyos a una vida «limitada» o, en su caso, insatisfactoria.

Pues bien, también en estos supuestos será la referida Comisión el órgano decisor de la muerte de la persona. Resulta, por otra parte, también especialmente significativo que la muerte que sea consecuencia de la prestación de ayuda para morir tenga la consideración legal de «muerte natural a todos los efectos», en lo que, sin duda, bien podría calificarse de un chapucero intento por disfrazar una realidad éticamente reprobable.

Al parecer, consideran nuestros parlamentarios que nos hallamos ante una propuesta que nos sitúa en la vanguardia de la regulación sobre eutanasia de la Unión Europea -al nivel de Holanda, Luxemburgo y Bélgica, que ya la asumieron hace más de dos décadas-, ante una reclamación social de primer orden, indubitadamente prioritaria para el ciudadano que va a poder ejercer el derecho a decidir sobre su propia muerte -no expropiado, según se defiende no sin sarcasmo, por la sacrosanta defensa a ultranza de la vida como valor absoluto-, desatendiendo también las páginas ya escritas de la historia parlamentaria más reciente, plasmadas en la memoria de las propias instituciones democráticas, pues parece que los padres de la patria ni siquiera se han molestado en revisar las actas de la Cámara Alta que ya por los años 1988-1989 se ocupó de esta cuestión, decidiendo finalmente la Comisión posponer la iniciativa legislativa toda vez que, atendiendo a las aportaciones de los expertos representantes de la sociedad civil, lo esencial era la mejora de la atención paliativa y la dotación de una buena política de cuidado social.

A mi juicio, omiten sus señorías que lo realmente necesario es una mejor inversión en cuidados paliativos de calidad y que la mayor parte de aquellos que supuestamente reclaman la muerte lo que realmente reivindican es la posibilidad de afrontar el sufrimiento que una enfermedad, o una situación vital límite, les ocasiona de una manera acorde con el respeto a la dignidad que merece la persona.

Todo ello sin que, en pura técnica jurídica, la norma, según se nos presenta planteada en su fase prelegislativa, alcance a solucionar una variada, heterogénea y compleja casuística imposible de predecir y regular, además de otras cuestiones atinentes a la prestación de un consentimiento libre e informado o a las garantías formales de la solicitud y su confirmación, a la intervención médica, tales como la objeción de conciencia, o al control administrativo de los plazos o de las prácticas sanitarias.

«Avance de relevante importancia en la igualdad y el progreso», señala algún avezado político autoabanderado de un liberalismo a ultranza y, en mi opinión, señaladamente equivocado por apartarse notoriamente de la virtud que se sustenta en una ética de la autonomía personal que en ningún caso puede dejar de ser solidaria, especialmente con aquellos que se encuentran en situación de fragilidad biológica o psicológica, que se desvincula del debate moral sin promocionar el principio de precaución ni el de prudencia, especialmente en circunstancias de irreversibles consecuencias, y que desatiende la grave consecuencia de la pendiente resbaladiza que, a buen seguro, provocará un incremento exponencial de solicitudes de muerte por parte de aquellas personas con debilitada autonomía o estrictamente dependientes.

Carolina del Carmen Martínez es Magistrado-juez titular del Juzgado de Instancia nº 4 de Castellón. Doctora en Derecho