Gastronomía
Amor al buñuelo
Todavía recordamos aquella maravillosa docena de buñuelos como muestra inequívoca de un amor adolescente a la calabaza
En el interior del AVE camino de Valencia se disparan las palabras y los comentarios, en los asientos más próximos, con precisión, del presente más inmediato en la búsqueda de la trilogía soñada, buñuelos, churros y chocolate al llegar al destino. Escucho con nitidez, viajan al pasado con una nostálgica conversación. En la sencillez está la virtud y todavía hoy recuerdan aquella maravillosa docena de buñuelos como muestra inequívoca de un amor adolescente a la calabaza. Del pasado se ocupan al recordar los buñuelos que marcaron una madrugada de fallas. Y el olvido perdura de aquellos otros que pasaron de puntillas durante la noche. Aunque la fuerza hegemónica del protagonista y la fidelidad de los contertulios anónimos hacia él se mantiene, los churros y las porras participan como secundarios de lujo en la tertulia.
La charla improvisada se convierte en el máster goloso más barato que hemos pagado en nuestra vida y genera una pronta empatía a pie de andén. En la calle se observa ya la significación especial del momento. Sobran razones. Los buñuelos, con nombre propio, con los que tenemos una relación intermitente, llegan siempre sincronizados en la antesala de la semana fallera, pura simbiosis, de manera casi perpetua, para deslumbrar el envoltorio de miles de paladares.
Sin discutir la idoneidad de la churrería, cercana a la estación de Valencia Joaquín Sorolla nos acercamos mientras observamos el humo estimulante de la sartén a pleno rendimiento y tenemos la primigenia oportunidad de probar unos buñuelos recién hechos que provocan la total adhesión. La gran paila se convierte en un prodigio escénico como postal de enorme belleza plástica. El baño en el aceite caliente se transforma en una caja de resonancia de donde salen las frutas de sartén y prevalece una asombrosa continuidad en forma de ola donde reina el vaivén que provoca la brillante espumadera.
La movilización popular a favor de los buñuelos se consolida en unos minutos: aventureros, atrevidos, curiosos, conversos golosos, especialistas de la dulce intriga y valientes celíacos, componen el ejército de la cola. Ya estamos todos.
Se escucha el eco gustativo, «Umm ! qué buenos, están todavía mejor que los que probamos ayer»¡. Los buñuelos tienen un efecto amnésico que resplandece cuando la jornada llega a su fin. El encuentro abandera el fin del viaje. Al final, un año más, nos encontramos, liderando en la parada de taxi, una masiva movilización de clientes satisfechos pero cabreados por no haber pedido más buñuelos. Volver a empezar, en busca de la cola. No aprenderemos.
No todos caminarán por la senda adecuada y la desigualdad se hará patente de puesto en puesto. Por eso se amontonan las razones para programar paradas con incuestionable éxito en las churrerías ya conocidas, sin descartar alguna sorpresa anónima. Si observan algo que les dice que no, busque otro kiosco. El apocalipsis buñolero siempre envía anticipados mensajes. Ya se sabe dónde estén las intuiciones sobra la consideración de los supuestos.
El viaje a través de las churrerías y chocolaterías supondrá vivir una delirante alquimia de encuentros. En algún punto del camino se fusionarán. Si hay una misión (im)posible es intentar encajonar la pasión por los buñuelos sin olvidar los inevitables churros.
El trayecto en taxi nos muestra que las churrerías ya laten situadas en puntos estratégicos de la ciudad, sin área de descanso. Es el momento idóneo para descubrir la ubicuidad de esta personalidad dulce y distinta que opera en goloso monopolio.
Por último, transcribo una reflexión que me traslada la entrañable y veterana pareja de expertos. Hay buñuelos que habitan su propio mundo y cuyo sabor es una dulce postal enviada con voluntad planeada que nos permite descubrir filones golosos bajo un torrente de colas. Hay dudas que se diluyen con el tiempo, tras despedirme me rindo a la evidencia. Esto no puede ser más que una declaración de amor al buñuelo.
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