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100 años del autor de «Moby Dick», la ballena que se tragó a Melville

Hoy, hace justo doscientos años, nació el hombre que revolucionó la narrativa americana. El destino de su vida y el de su obra maestra caminan paralelos, para lo bueno y para lo malo.
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Hoy, hace justo doscientos años, nació el hombre que revolucionó la narrativa americana. El destino de su vida y el de su obra maestra caminan paralelos, para lo bueno y para lo malo.
Los clásicos de la literatura suelen construirse en contra de los modelos y las modas de su época. «El libro del buen amor», del Arcipreste de Hita; «La celestina», de Fernando de Rojas, o «El lazarillo de Tormes», aunque su fórmula fue replicada posteriormente por diversos autores, nacieron como obras novedosas que no se parecían a ninguna que se hubiera escrito con anterioridad. Shakespeare renovó el teatro construyendo sus dramas y comedias en cinco actos y revolucionando los textos al dotarlos de una mirada sobre las virtudes, vicios y predisposiciones humanas (el poder, los celos, la pasión) que ningún autor había empleado antes en Inglaterra, y Marcel Proust erigió sus novelas a contracorriente de las normas y reglas, marcando de esta manera el devenir de los escritos memorialísticos y dando un renovado pulso literario al siglo XX .
Existen lectores que encuentran aburrido «Moby Dick» por su extenuante detallismo, el citado tratado de cetalogía y otros aspectos parecidos que son, paradójicamente, los que subrayan su identidad y más clara originalidad. Lo extraño, lo que escapa a los grilletes de las convenciones, siempre enriquece, aunque su comprensión resulta más difícil. Pero si arrancáramos esas páginas al libro estaríamos privándolo de parte de su idiosincrasia.
El arte de disfrutar de lectura es la posibilidad de sumergirse en una historia, pero también en una estética y un tiempo ajenos al nuestro, lo que conlleva adecuarse a otros ritmos y formas. Si priváramos de esas y otras singularidades a esta obra, nos encontraríamos con una aventura marinera, que, al parecer, es lo que en principio pensaba escribir Herman Melville, cuando comenzó a redactarla a su regreso de Europa, en 1849, fecha en la que abandonó Nueva York y se trasladó a Pittsfield para concentrarse durante dos años en ella.
Melville nació con la vocación de la lectura, y una mala estrella que lo acompañó hasta la tumba. Nació ahora hace justo doscientos años en el seno de una familia que muy pronto asistiría al fallecimiento del «pater familias», cuando el novelista aún era joven, algo que sería definitivo para él.
Viaje al mar
Las biografías van pespunteando un camino extraño, en el que saltaba de un empleo a otro, hasta llegar a impartir clase en alguna escuela, aunque lo que de verdad definió su posterior devenir fue su relación con el mar. Una atracción, por lo que se deduce de un sucinto repaso a sus experiencias, que debía moverse entre el amor y el odio. Sus travesías a bordo del Acushnet, el Lucy Ann y el Charles and Henri no debieron responder a la idea precisa que se había hecho de antemano de una vida en alta mar. De la primera embarcación desertó en una isla del Pacífico. En la huida acabó conviviendo con una de las tribus caníbales (vivencias que transcribió en su primer libro: «Typee») y a su regreso, en otro barco, a la civilización, que también tiene sus propios caníbales, acabó vinculándose con una especie de amo-tinamiento. Del tercero, directamente, se bajó en un puerto de Hawái. No puede decir que lo suyo culminara en éxito, pero esas experiencias definirían su trayectoria literaria. Sería él quien dejaría una de las mayores épicas marinas que nunca se habían escrito y una obra que parece reinventarse en cada época.
Lo que arrancó, en un principio, como el relato a bordo de un ballenero acabó derivando en una epopeya. Y lo que ocurrió para que sucediese, aparte de la amistosa rivalidad literaria que mantuvo con Nathaniel Haw-thorne, fue la aparición de un personaje: el capitán Ahab (su nombre proviene de uno de los reyes israelís del Antiguo Testamento, un monarca que casaría con una extranjera y moriría en batalla, según se dice, por haber permitido el culto a otros dioses, otros becerros de oro, algo intolerable en la religión judía). Este carácter proviene de la destilación de las lecturas que Melville había hecho a lo largo de su vida y que iban desde los poetas románticos, como Coleridge, y los padres del pensamiento norteamericanos, como Emerson. Pero hubo dos escritores, que, según coinciden en señalar los críticos, que influyeron en su novela: Milton, con «El paraíso perdido», y Shakespeare, con «Macbeth».
El origen de la historia provenía, aunque existen dudas, de un hecho verídico: el hundimiento del ballenero Essex por un cachalote albino. Según los diarios de la época, este animal arremetía contra las naves que atacaban a ejemplares de su especie y estos marineros, procedentes de la famosa isla de Nantucket, sufrieron su ira a millas de distancia de la costa (peripecia que recoge el libro, después adaptado a la gran pantalla, «En el corazón del mar» de Philbrick Nathaniel).
El propio Melville se hace eco de hechos en el capítulo 41: «Nadie dudaba que algunas naves habían encontrado, en uno u otro momento o en uno u otro meridiano, un cachalote de magnitud malignidad inusuales; y esa ballena, después de causar graves daños a sus atacantes, había escapado por completo de ellos».
Pero lo que impulsó definitivamente el curso del libro, que arranca con una de las frases más famosas de la literatura universal («Llamadme Ismael»), es la irrupción del capitán del Pequod, ese «supremo señor y dictador». Un hombre poseído por la venganza y el deseo de matar al animal que le ha arrancado la pierna (y que ha reemplazado por una pata «de hueso pulido de la mandíbula de un cachalote») y que conducirá a su tripulación a una persecución que raya en la locura, aunque eso acarree la muerte de quienes lo acompañan.
La publicación del texto supuso un fracaso del que nunca se recuperaría Melville, que, a pesar de sus intentos de relanzar su carrera con otros títulos, terminaría trabajando en una oficina de aduanas. Nadie entendió en 1852, fecha de publicación de «Moby Dick», el significado de esta narración. Las obras posteriores, a pesar de su aceptación, no le devolvieron la moderada fama que había alcanzado. En ese periodo, sin embargo, es cuando entregó unas narraciones cortas de enorme lucidez: «Bartleby, el escribiente» (1853), «Benito Cereno» (1855) y «Billy Budd», que vio la luz en 1891. Tres textos cuya importancia ha nido creciendo con el tiempo, aunque ninguna impidió que Melville falleciera en el olvido. Un final que cuenta con su propia metáfora cuando los encargados de grabar su nombre en la lápida confundieron su nombre y esribieron otro.
Mito y símbolo
Pero si la leyenda de Melville ha llegado hasta hoy es, paradójicamente, por esa obra rechazada por la crítica, «Moby Dick», que sobrevivió en el fondo de las estanterías, de manera similar a las ballenas que habitan el fondo del mar, hasta que escritores posteriores reivindicaron su maestría y tildaron a su autor de verdadero fundador de la novela americana. Desde entonces, su mito, porque eso es, no ha dejado de crecer sin cesar. Y, con él, sus significados. Porque si una cuestión pende sobre este volumen es el de su interpretación.
Un libro sigue vivo mientras generaciones de lectores sigan percibiendo nuevos aspectos y símbolos en él. Con «Moby Dick» sucede eso. Algunos han argumentado que la lucha de Ahab contra el leviatán, un enfrentamiento con ecos de un episodio bíblico, el de Jonás y la ballena, es la del hombre que se revela contra su destino y que no asume lo inevitable. Otros, en cambio, aducen que Melville, preocupado por los sucesos que sacudían su nación, quiso denunciar las consecuencias del imperialismo y la destrucción que conlleva. Cuanto más artículos se leen, más significados salen a flote. La obsesión de Ahab se ha leído también como una alegoría del poder. El Pequod, con sus marineros, que para algunos es una representación de las diferentes naciones del mundo, serían los ciudadanos que, a pesar de ser conscientes del final que los aguarda, la muerte, se dejan arrastrar por ese líder (Ahab, de hecho, obliga a sus hombres a bañar en sangre los arpones con los que van a salir a cazar, un acto que algunos han identificado como el de un juramento fanático).
En estos tiempos recientes se ha releído la obra como una imagen del neoliberalismo y la senda suicida que ha tomado (quizá por el capítulo 99, donde ofrece un doblón de oro a «quien señale a una cierta ballena») y, por supuesto se ha extraído un claro mensaje ecologista. Pero lo único que permanece como cierto es que cada una de esas exégesis es un nuevo arpón en el lomo de la ballena, que, de esta manera, se ha convertido en un monstruo ingobernable y que ha hecho que Melville se levante como una figura de leyenda.

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