2017: El año en que nos hicimos «traperos»
El trap es el movimiento musical que ha triunfado este año, un estilo que aprovechó las redes sociales y la asequibilidad para hacerse masivo entre los jóvenes como todos los estilos: siguiendo una forma de ser artista, de reivindicar el yo frente a la sociedad
El trap es el movimiento musical que ha triunfado este año, un estilo que aprovechó las redes sociales y la asequibilidad para hacerse masivo entre los jóvenes como todos los estilos: siguiendo una forma de ser artista, de reivindicar el yo frente a la sociedad.
Se llama trap y es lo que escuchan mayoritariamente los jóvenes de entre 15 y 25 años. En realidad no es nada nuevo ni inventa la pólvora, pero fue durante esta década, y más concretamente en los dos últimos años, cuando adquirió un volumen masivo de difusión entre un sector de la población española mayoritariamente harta de estar harta. ¿Qué es entonces? Originalmente surgió entre las zonas más deprimidas del sur de Estados Unidos –que ya es decir– en la década de los 90 y fue el producto de mezclar el hip-hop con la música electrónica de baile añadiendo unos textos viscerales, combativos y provocativos. Esto es lo que dice la teoría. La práctica es que el estilo fue evolucionando –para muchos degenerando– hasta nuestros días, en los que las fusiones musicales hacen perder la pista original por la aparición de géneros como el inevitable reguetón y otros. La propia etimología de la palabra explica dónde, cómo y por qué nació. En el argot, trap no es otra cosa que vender drogas. Esto es, trapichear. Y pronto acuden a la mente las escenas de la serie «The Wire», con las viviendas de protección social, los mensajes en clave, las esquinas, las papelinas, la desesperanza y la muerte. Pero lo que una vez fue denuncia hoy se convirtió en otra cosa. De hecho, los mayores éxitos del trap, muy a pesar de sus puristas, tienen que ver con un contenido más sexual que reivindicativo de una sociedad marginal concreta. Es más el «yo» que el «nosotros».
Los orígenes
El estilo se convirtió en masivo dentro de España por la innegable penetración del mercado latinoamericano. Ellos fueron los primeros en «importar» el estilo desde Estados Unidos y, con medios si se quiere más limitados, lograron adaptarlo a sus acentos y temas favoritos, y de ahí a España, sin la traba de la lengua. Otra cosa es que se comience a discutir a estas alturas, tan pronto, qué es trap y qué no lo es. Pero disquisiciones al margen, lo cierto es que el estilo ha trascendido el género musical y ya se puede decir que el trap es prácticamente un estilo de vida: una actitud, una forma de vestir, una forma de contemplar el mundo, una forma de protestar, una forma de divertirse, una forma de no hacer nada, una forma de ser artista, una forma de reivindicar el yo contra una sociedad que margina a los segmentos más jóvenes de la sociedad, principalmente entre aquellos sin trabajo y poco formados intelectualmente. En definitiva, lo que siempre han sido los movimientos culturales, o lo que fue el propio rock and roll en su día. Más despectivamente, hay quienes denominan el trap como «el rap de los ninis», la música de los que ni estudian ni trabajan.
Hay momento crucial para el desarrollo del estilo en España. Fue el Sónar de 2015, cuando sus organizadores se atrevieron a incluir en su cartel a Pxxr Gvng, (o Poor Gang, es decir, un doble juego en castellano de banda pobre o pobre banda), un cuarteto compuesto por muchachos de Barcelona, Madrid y Granada. No tenían ni siquiera un disco en el mercado, pero su actuación llamó lo suficientemente la atención para que muchos se preguntaran: «¿De qué va esto?». El resto fue asunto de las redes sociales. Se logró desarrollar una especie de submundo a través de la fibra y el 3G con una idea clave para los jóvenes: les hicieron sentirse exclusivos. No solo se trataba de una música que sus padres no entendían, sino una forma de vestir, de comunicarse, de saber traducir determinadas palabras de un discurso, de moverse, de conectar, de crear toda una comunidad. En España, se puede decir que el trap se ha emancipado de su hermano mayor, el rap, algo que no se ha conseguido en Estados Unidos. Allí todavía se considera un género casi menor y muy alejado de la «intelectualidad» del rap. Dicen que es «el hermano pobre» y que «casi cualquiera» puede hacer trap.
C. Tangana logró firmar por una multinacional como Sony y músicos como Kinder Malo o Pimp Flaco fueron objeto de mofa hace un par de años, pero hoy el tiempo –o las visitas, que es como ahora se mide el éxito– les han dado la razón: más de 15 millones han visto sus canciones por youtube. Y por no hablar del surco abierto con Spotify. «Terremoto Turquesa» es un ejemplo de lo que hoy triunfa entre los adolescentes españoles: «Caballo y sombrero / Cowboy / Amor y veneno / Cowboy / Leche y oreo / Cowboy / Mierda, que bueno que soy / Terremoto Turquesa / Cowboy / Tengo una empresa / Cowboy / Los huevos me pesan / Cowboy / Mierda, qué guapo que soy». Probablemente sea la parte más suave de la canción.
Este tema resume perfectamente lo que es el trap. O, al menos, como ha evolucionado hasta llegar a convertirse en un producto de consumo masivo. Existe una enorme arrogancia, algo obligado dentro de un estilo musical que pretende ser masivo entre la juventud. Lo tuvo el blues, lo tuvo el jazz, lo tuvo el rock and roll, lo tuvo el heavy-metal y, obviamente, también el rap. Lo que sucede es que el trap se ha desprovisto de cualquier aura de intelectualidad. Se trata de mandar mensajes rápidos, instantáneos, directos. Una canción parece una colección de 58 tuits. Los arreglos tampoco importan. La música de fondo es meramente funcional en la mayor parte de los casos y lo trascendente es el golpe de la rima y la actitud y personalidad de quien lo transmite. El trap es una respuesta evidente de los jóvenes a la generación superior, a la de sus padres o la de quienes deben darles un trabajo. «Venid padres y madres de todo el mundo / Y no critiquéis lo que no podéis entender», cantó Bob Dylan en 1963 en una composición tan atemporal como «The times they’re a-chagin’». Entonces, el folk se impuso como un género con el que protestar contra el sistema, con una música y unos textos muy alejados del «mainstream». Lo mismo ocurrió antes con el rock and roll y pioneros como Elvis Presley, Chuck Berry y demás. Y también sucedió posteriormente con el punk, ya a finales de la década de los 70, una música nacida prácticamente desde el odio y que trataba de enterrar el pasado y hasta el propio futuro. Nacía con vocación perdedora. El trap es lo opuesto a lo que escuchaba una determinada generación, a lo que escuchaban los padres de los que ahora siguen este género a través de los móviles o componen canciones con software pirateado.
Otra dimensión
La música electrónica y el rap son los productos de nuestra era, de la actual, la que estamos viviendo, y a partir de aquí aparecen los sucedáneos. Los «subgéneros» adaptados a una realidad étnica, social y hasta geográfica. Dentro de Europa, el trap solo triunfa en España, el país con mayor tasa de paro juvenil (40 por ciento). Y qué curioso: es un éxito siguiendo fórmulas completamente alejadas de los cánones habituales de la industria. Así, se suelen «boicotear» los propios éxitos sacando a la luz nuevas canciones cuando el oyente todavía intenta digerir las anteriores. Pero, de nuevo, aquí nos encontramos con otra clave de nuestro tiempo en cualquier orden vital o profesional: la inmediatez. Seguramente pocos padres hayan oído hablar de gente como Bad Gyal, MS Nina, Kidd Keo, LFAM MADRID, Yung Beef o Sons of Aguirre, pero son los verdaderos ídolos musicales de los adolescentes. Tampoco faltan los latinos Nicky Jam, Daddy Yankee o Maluma. Y luego está la eterna polémica: ellos te dirán que no hacen reguetón. No insulten, por Dios. «¿Qué es el trap? Cocaína y follar», dijo una vez Yung Beef cuando le preguntaron por el estilo. Lo que en otro tiempo pudiera haber sido «la antipromoción», en estos tiempos tan extraños, tan lejos de los cánones habituales del márketing, parece ser una frase que tiene sentido entre el público al que pretende llegar. Porque, aunque casi todos lo nieguen, un músico de trap quiere ser estrella, quiere tener dinero, quiere que su arrogancia tenga algún sentido más allá de hacerle parecer un payaso. Así es el trap, el género que hoy inunda los móviles de los jóvenes –el reproductor de CD ya es historia– y que triunfa en una dimensión difícil de discernir para las viejas generaciones. La cuestión es: ¿Llegó para quedarse?